Rebeca y Ana, dos gatitas
Hace algunos años, por cuestiones de trabajo, tuve que mudarme unos meses a Madrid. Mi oficina estaba situada en pleno centro, en el barrio de La Latina. Al principio, de lunes a viernes me alojaba en un hotel cercano mientras coordinaba la puesta en marcha de la oficina, pero como el proyecto iba para largo, decidí buscar un piso de alquiler cómodo y bien comunicado. Aunque no era muy grande, mi apartamento en el Paseo de Extremadura resultó ser perfecto por su ubicación y cercanía a la oficina—un privilegio en una ciudad como Madrid.
Cada día, alrededor de las dos de la tarde, aprovechaba para hacer una pausa y salir a comer. Primero me regalaba un breve paseo por las calles bulliciosas y después elegía algún restaurante próximo a la oficina. La rutina, la comida y el ambiente me hicieron asiduo de un pequeño restaurante en la calle Preciados, paralela a Gran Vía. La calidad del menú y la simpatía del personal me atraparon, y pronto me convertí en parte de la fauna habitual.
Siempre tomaba mi mesa en solitario, pero la costumbre de acudir al mismo lugar día tras día me fue acercando a otros comensales: empleados de oficinas cercanas, comerciantes, gente del barrio… Poco a poco, el restaurante dejó de ser solo un sitio para comer y pasó a ser un rincón cotidiano donde las coincidencias podían convertirse en pequeñas historias.
Después de algo más de dos meses repitiendo aquel ritual diario, una tarde la rutina se rompió con la llegada de dos chicas que entraron al restaurante y se acomodaron en la mesa contigua a la mía. Venían cargadas de bolsas; estaba claro que habían estado de compras por la zona. Ambas lucían una melena oscura y, por la edad, calculé que rondarían los veintinueve años.
Me llamó la atención su porte y su belleza; una tenía el acento madrileña con un toque andaluz inconfundible, y la otra, con rasgos mestizos y un acento hispanoamericano cálido y melódico, aportaba un aura especial. Las dos derrochaban estilo y confianza, algo en su forma de moverse y de reír las hacía irresistibles. No pude evitar fijarme en ellas; era imposible que pasaran desapercibidas en ese ambiente tan cotidiano.
La chica española lucía una falda corta negra con flecos, zapatos de tacón negros de tiras y una camisa blanca decorada con estampados cuadrados grises. Su amiga optaba por un vaquero azul ajustado que resaltaba su figura, unos zapatos color crema y una camisa blanca sencilla, ambos looks irradiaban estilo y autoconfianza.
Al estar tan cerca, sus conversaciones fluían como si compartiéramos mesa; hablaban con entusiasmo sobre sus compras y temas de trabajo, aunque no logré descifrar en qué se desempeñaban. Parecían haber aprovechado un día libre para regalarse una jornada de shopping. La comida transcurrió como cualquier otra, terminé mi café primero y me marché.
Con el paso de los días, volvimos a coincidir varias veces en el comedor, siempre por la misma hora. El verano en Madrid pegaba con fuerza y ellas lo sabían bien: esa última vez llevaban shorts vaqueros ceñidos al cuerpo, blusas blancas frescas—una con camisa suelta y la otra con camiseta de tirantes. Ambas rondaban el metro setenta, y sus piernas, bronceadas y firmes, destacaban en esa rutina estival.
Ellas, siempre radiantes y carismáticas, pasaron de ser simples desconocidas a convertirse en parte esencial del paisaje cotidiano del restaurante, presencias tan atractivas como familiares en aquel rincón madrileño.
Como solía comer siempre a la misma hora, el camarero—con quien ya había entablado buena sintonía—me reservaba mi mesa habitual junto a la ventana. Las dos chicas, por su parte, acostumbraban a sentarse muy cerca, casi siempre justo al lado. A fuerza de vernos tan seguido, los saludos iniciales al llegar y al despedirme se volvieron rutina; poco a poco, esa familiaridad se transformó en pequeñas conversaciones casuales: algún comentario sobre el calor sofocante, preguntar por el plato del día o intercambiar impresiones rápidas antes de marcharme.
Así, sin darnos cuenta, la coincidencia empezó a tomar el ritmo cómodo de una costumbre compartida.
Un viernes, al llegar, me encontré el local abarrotado como pocas veces. Por suerte, mi mesa habitual seguía reservada para mí, así que me acomodé, aún sin haber pedido la comida. Poco después, vi entrar a una de las chicas, la madrileña; ese día venía sola.
Me llamó la atención, porque normalmente no solían reservar mesa, ya que no acudían todos los días. Ella se detuvo en la entrada y recorrió la sala con la mirada, buscando un sitio libre, pero no había ni una mesa disponible. Al verme, me saludó con la mano—le devolví el saludo e, intuitivamente, la invité a compartir mesa conmigo. Se acercó y, sonriendo, me dijo…
—“¿No te importa de verdad?” —preguntó con una sonrisa, mirando alrededor el local abarrotado—. “Está todo lleno… Si viniera con mi amiga, seguro que buscaríamos otro sitio, pero hoy estoy sola y no me apetece complicarme”.
“¡Para nada!” —le respondí, señalando la silla libre—. “Al contrario, para mí es un placer. Además, ya nos conocemos un poco, ¿no? Así se hace menos raro”.
—“¡Gracias, de verdad! Te lo agradezco mucho. Bueno, nos conocemos de vista, pero aún no nos hemos presentado oficialmente. Me llamo Rebeca”.
“Carlos, encantado de volver a saludarte, Rebeca”.
Aquella tarde, Rebeca llegó al restaurante con la misma presencia impactante de siempre: llevaba un vestido azul marino ajustado que, aunque no era excesivamente corto, dejaba ver sus piernas torneadas y bronceadas justo por encima de las rodillas. Combinaba el vestido con unos zapatos del mismo tono, y su piel relucía aún más bajo la luz del local. Noté cómo varios comensales no podían evitar quedarse boquiabiertos mientras cruzaba la sala. Me sentí afortunado—con una mujer así sentada frente a mí, fue imposible no sentirme el hombre más envidiado del lugar.
El camarero, al acercarse, bromeó con cierta complicidad: “Hoy estamos hasta arriba, pero menos mal que ya os conocéis y podéis compartir mesa.” Por dentro, no podía evitar pensar cuánto me agradaba la situación y desear que se repitiera.
La conversación arrancó con lo típico: lo lleno que estaba el sitio esa tarde, el calor de Madrid, y alguna broma informal. Pronto fuimos soltándonos. Rebeca me comentó que su amiga Ana, colombiana, no pudo acompañarla esa vez porque se encontraba indispuesta. Entre charla y charla, hablamos de nuestros trabajos: ella quería saber de dónde era yo, cuánto tiempo llevaba en Madrid y a qué me dedicaba. Luego me confesó que ambas trabajaban en una reconocida tienda de moda en la Gran Vía, lo que explicaba su buen gusto y la elegancia que desprendía.
Al terminar de comer, el camarero trajo la cuenta por duplicado y, aunque Rebeca hizo amago
en pagar la suya, finalmente accedió a dejarse invitar. Me lo agradeció con una sonrisa cálida y, antes de levantarnos, me propuso:
— “¿Tienes tiempo para un café? Esta vez te invito yo.”
Por supuesto, acepté encantado y fuimos juntos a una terraza cercana, donde el ambiente era relajado y la tarde luminosa. Entre risas y confidencias, la charla se extendió casi dos horas. Rebeca, sin prisas porque no entraba a trabajar hasta las cuatro y media, y yo, aprovechando mi posición de jefe, llamé a la oficina para avisar que llegaría un poco más tarde.
La conversación fluyó con naturalidad—hablamos de viajes, mi pasión y oficio, y también sobre la vida nocturna de Madrid, nuestros gustos y alguna que otra anécdota divertida. El tiempo pasó volando y, al despedirnos, nos dimos un par de besos suaves en las mejillas, señal de una complicidad que nacía.
El lunes siguiente, toda la mañana estuve pensando si volveríamos a coincidir en la comida. Al llegar al restaurante, unos minutos más tarde de lo habitual—quizá influido por el deseo de encontrarme con ellas en el momento justo—vi entrar a Rebeca y Ana, ambas impecables y radiantes, como siempre. Rebeca me saludó desde la entrada y, tomando una mesa vacía junto a la mía, se acercó y me dijo…
—“¡Hola, Carlos!” —saludó Rebeca, y al levantarme nos dimos dos besos, ya con la complicidad de la última vez—. “Quiero presentarte a mi amiga Ana”.
¡Hola, Ana! Encantado de conocerte —respondí, sonriendo.
—“Oye, ¿te parece si nos sentamos contigo a comer?” —preguntó Rebeca—. “Eso sí, hoy cada uno paga lo suyo, ¿vale?”
“¡Por supuesto!” —asentí divertido—. “Pero el café lo invito yo, ¿ok?”
Rebeca, con la confianza ya afianzada entre nosotros, se mostraba mucho más espontánea y suelta en la conversación. Ana, en cambio, al principio se veía algo tímida, hablaba poco, pero con simpatía. Para romper el hielo, le comenté que conocía Colombia y empezamos a hablar de lugares, comidas y costumbres de allí, lo que hizo que se relajara y participara con entusiasmo.
Al terminar de comer, decidimos volver a la terraza de la vez anterior para tomar un café juntos. En ese ambiente más relajado, la conversación fluyó mejor que nunca y la confianza entre los tres crecía a cada minuto. Rebeca, que era sumamente coqueta, salsera y siempre con un punto de picardía, animaba el ambiente con bromas y anécdotas divertidas. Ana, con esa energía cálida y atrevida de la sangre latina, acabó mostrándose igual de espontánea y desinhibida.
El tono de la charla empezó a subir: entre bromas, nos reímos sobre el físico y el estilo de ambas, comentando que sin duda encajaban de maravilla en el mundo de la moda donde trabajaban. Se creó una gran conexión; en algún momento, entre risas y miradas cómplices, fue Rebeca quien, con ese desparpajo tan suyo, lanzó la propuesta:
—“Madrid también es noche, ¿sabes? Si quieres, podemos salir a tomar algo y te enseñamos la ciudad”.
Ana, ya más espontánea, asintió entusiasmada, y la invitación quedó en el aire, cargada de promesa y buen rollo. La tarde había transcurrido con una naturalidad sorprendente, y ahora el plan de descubrir la ciudad juntos parecía el siguiente paso lógico en esa complicidad recién estrenada.
Lo que ellas no sabían era que yo ya conocía la noche madrileña de hace muchos años, cada rincón y cada secreto de la ciudad, lo había vivido todo.
Aquella noche nos encontramos a eso de las diez en la Plaza de Callao. El verano regalaba un calor embriagador y ambas llegaban vestidas para impresionar: Rebeca deslumbraba con un vestido blanco marfil de tirantes, muy ajustado, que realzaba su piel bronceada y dejaba ver un escote atrevido y elegante; Ana, por su parte, lucía un vestido rosa palo, de corte asimétrico, con un hombro al aire y la otra mitad con media hombrera, también marcado por un escote sugerente.
Siempre me fijo en los detalles de la ropa—la pasión por el diseño y la moda me ha acompañado desde hace años—y admiré cómo ambas sabían elegir cada prenda y accesorio con gusto y personalidad.
Fuimos a cenar a un restaurante japonés cercano. La cena se desarrolló entre risas, complicidad y anécdotas que nos permitieron conocernos aún más. La noche prometía, y las expectativas crecían con cada gesto, cada mirada y cada palabra.
Bueno, ¿dónde me vais a llevar esta noche? —pregunté, divertido ante la complicidad de las dos.
—“Pues hemos pensado en pasar de discotecas y tomar unas copas por Malasaña, ¿qué te parece?” —propuso Rebeca, sonriente y segura.
“¡Ok, perfecto!” —respondí, encantado con el plan y con ganas de que la noche siguiera desarrollándose entre buena compañía y el ambiente único de Madrid.
Recorrimos varios bares, dejando que la noche nos envolviera y animara poco a poco. Descubrí que Rebeca, con unas copas de más, se volvía aún más atrevida y descarada; sus comentarios y bromas subían de tono con naturalidad, y no tardamos en terminar hablando de sexo con una espontaneidad que no suele darse a menudo. Ana, por su parte, la seguía en el juego con muchísima complicidad, sumando matices divertidos y picantes a la conversación.
Entre risas, ambas jugaban a tirar de la cuerda, probando hasta dónde me atrevería a seguirles el ritmo y si en algún momento me cortaría—aunque no sabían realmente cuán lejos estaba dispuesto a llegar. Los ambientes de Malasaña, vibrantes y abiertos, facilitaban esa dinámica.
En más de una ocasión algún tipo intentó acercarse a ellas, pero no solo los ignoraban: se colocaban junto a mí, tonteando descaradamente, insinuando a veces una complicidad de pareja lésbica solo para desviar la atención y reforzar la burbuja deliciosa que habíamos creado los tres.
Cuando los bares empezaron a cerrar, sentíamos que la noche aún tenía mucho por dar. No teníamos intención de ir a una discoteca, así que Rebeca, tomando la iniciativa, me propuso seguir la velada en mi piso. Nos subimos a un taxi y, en menos de quince minutos, ya estábamos en el salón, cada uno con una copa en la mano y las risas fluyendo con total naturalidad.
En medio de la charla, mencioné que en una época había trabajado en el mundo de la pasarela. Fue la excusa perfecta para que Rebeca, juguetona como era, se pusiera a desfilar por la sala, imitando los movimientos de una modelo y lanzando miradas provocadoras. Las risas se multiplicaron y sentí el impulso de ser yo ahora quien tirara de la cuerda, entrando en el juego y aumentando poco a poco la tensión y la complicidad entre los tres.
Bueno, Rebeca, lo haces genial, eres la modelo perfecta para ropa de noche —bromeé con una sonrisa—, pero ¿qué tal si te animas y nos haces un desfile de lencería?
Rebeca me miró divertida, aceptando el reto al instante:
—“Eso sí que me gusta… pero solo si Ana se anima conmigo”.
Ana se reía, negando al principio por pudor, pero entre la insistencia de ambos y la chispa de la noche, acabó por levantarse también.
—“Bueno, vale, lo hacemos, pero no te burles de nosotras, ¿eh?” —advirtió Ana, con una mezcla de nerviosismo y complicidad.
“Prometo estar muy calladito” —respondí, fingiendo solemnidad—. “Y al final igual os daré un aprobado, ¿ok?”
El ambiente se tornó aún más divertido y picante, la energía se transformaba en una mezcla de juego, seducción y complicidad que anunciaba una noche memorable.
Rebeca fue la primera en lanzarse, riendo y jugando, simulando un striptease improvisado. Con coquetería, dejó caer primero el tirante izquierdo, luego el derecho, y fue deslizando despacio el vestido por su piel bronceada. Quedó a la vista un sujetador blanco sin tirantes que realzaba la forma de sus pechos, perfectos y proporcionados. El vestido terminó cayendo a sus pies y reveló un minúsculo tanguita blanco que resaltaba aún más las curvas y ese culito moreno tan provocador. El espectáculo me tenía completamente cautivado y mi excitación crecía con cada gesto.
Ana al principio se resistía, pero los ánimos y risas de Rebeca terminaron por convencerla.
—“¡Guapaaa, vamos nena, enséñanos ese cuerpazo! ¡Uuu!” —exclamó Rebeca, animando el momento con picardía.
Ana, contagiada por el ambiente, dejó caer su vestido con menos teatralidad, pero igual sensualidad. La lencería, también blanca, contrastaba bellamente con su piel mestiza. Cuando se dio la vuelta, pude admirar su figura, sólo cubierta por el fino cordón de la tanga.
Ambas comenzaron a pasearse por la sala, imitando el ritmo de la pasarela, con posturas insinuantes y atrevidas, provocando y divirtiéndose a la vez. El ambiente se volvió eléctricamente sensual, y yo, absolutamente fascinado, sentía cómo el deseo se apoderaba del momento.
—“Ahora nos tienes que puntuar… ¡y que sea buena nota!” —exigió Rebeca, divertida, con las manos en la cintura y una mirada traviesa.
“Bueno, vamos a ver… Por sensualidad, os doy un siete a cada una; y en el pase… un cinco raspadito” —respondí, fingiendo objetividad.
—“¿Cómo…? ¿Solo eso? ¡Si lo hemos hecho genial!”—protestó Ana, entre risas y gestos de complicidad.
—“Bueno, ¿y si intentamos subir nota?” —replicó Rebeca, con ese tono picante que ya era marca de la noche.
“¡Todo es posible!” —contesté, dejando la puerta abierta a cualquier juego.
Fue entonces cuando Rebeca, desde el centro de la sala, le hizo un discreto gesto a Ana, que estaba al fondo. Ana, captando la señal, se agachó y, imitando a una gata, comenzó a gatear lentamente hacia ella. Mientras la miraba avanzar, confirmé lo que había intuido durante toda la noche: la química entre ellas iba mucho más allá de la amistad.
Ana llegó hasta Rebeca, que seguía de pie y expectante. Rebeca, con gesto delicado, le tomó la barbilla y levantó su rostro, susurrándole algo al oído. Luego, con voz suave pero firme, ordenó:
—“Ve…”
Ana comenzó a gatear hacia mí, más pantera que gata, acercándose a cada paso con aire desafiante y los ojos fijos en los míos. Al llegar junto a mí, se detuvo y, con una expresión traviesa, pasó la lengua por sus labios rojos, intensificando la provocación. Luego empezó a frotarse suavemente en mis piernas, igual que un felino cariñoso, mientras de su boca se escapaban unos suaves maullidos:
—“Miau, miau, miau…”
Rebeca, observando la escena desde pie, sonrió divertida y añadió:
—“¿Te gusta mi gatita, Carlos?”
El ambiente se impregnaba de un juego tan excitante como inesperado; ambas habían establecido claramente sus roles, con Rebeca en posición de ama y Ana entregada, sumisa.
—“A partir de ahora jugaremos un poco con ella, ¿quieres?” —propuso Rebeca, acercándose más, la voz cargada de intención.
—“Mi gatita siempre es muy mimosa conmigo, y hoy le he pedido que lo sea contigo… esta noche está en celo y se vuelve aún más dulce cuando hay un gatito macho cerca”.
La complicidad, el deseo y el juego de poder se entrelazaban, anticipando una noche llena de nuevas sensaciones y sorpresas.
Rebeca lanzó aquel comentario buscando provocarme, intentando tentarme para que cayera en su juego, como si pudiera chantajearme con la promesa de su «gatita». Pero no sabía que ante ella tenía a alguien que disfrutaba el juego tanto como la dominación, y estaba a punto de darle la vuelta a la situación.
«Rebeca, ven aquí a mi lado, quiero decirte algo» —le pedí, con voz firme.
Quise ver cuánta verdadera fuerza tenía como ama, o si simplemente era una principiante con ideas morbosas. Cuando se acercó, la tomé suavemente del rostro y la besé con decisión; mi lengua rompió la frontera de sus labios, penetrando con fuerza en su boca. Ella respondió sin vacilar, entregándose a un largo beso cargado de deseo. Al separarme de sus labios ardientes, me incliné hacia Rebeca, mirándola directo a los ojos, y con voz grave le susurré:
Rebeca, yo no soy un gatito sino un león, el rey de la manada… y tú vas a ser mi leona. Ahora las órdenes las voy a dar yo. Te gusta mandar a tu gatita porque eres una gata reina, pero ha llegado él león que te va a mandar a ti.
Ella mantuvo mi mirada, entre sorprendida y divertida, aceptando el cambio de ritmo, con esa chispa de reto flotando en el ambiente. El juego entre los tres, con sus matices de poder y deseo, no hacía más que intensificarse entre miradas, gestos y silencios cargados de promesas.
“¡Agáchate y gatea para mí!!”
Rebeca se acercó aún más, con la voz baja y cargada de deseo, y me susurró:
—“Sabía que tenías algo… me ponía loca de ganas y no me equivocaba. Sí, mi rey, me pongo a tus pies”.
Su respuesta, entre entrega y provocación, confirmaba la química explosiva que había entre nosotros y cómo el juego de roles y seducción crecía en intensidad, fusionando deseo, confianza y complicidad en cada gesto y palabra.
Rebeca y Ana, jugando y ronroneando como dos gatitas, se acercaron rozando sus cuerpos con mis piernas, expectantes y entregadas al ambiente íntimo que se había creado.
Adoptando un tono firme y seguro, les dirigí la palabra con un matiz de liderazgo y complicidad, listo para guiar la velada hacia nuevos juegos y desafíos, sabiendo que la confianza y el deseo eran la base de aquella conexión especial.
Bueno, ahora hablemos claro. Hasta el momento, erais dos gatas independientes, una mandando sobre la otra. Pero ahora he llegado yo… un león dispuesto a marcar camino. Espero que seáis obedientes y complacientes, porque si lo sois, os recompensaré, y si no… puede que os lleve al límite de vuestras travesuras.
El ambiente se cargó de expectativa y juego, ambas respondieron con una sonrisa desafiante y la promesa de dejarse llevar.
“¿Estamos de acuerdo?”
Las dos respondieron al unísono, las voces convertidas en un susurro casi felino:
—“Sííí…” —dejaron escapar, con esa mezcla de deseo y complicidad que ya inundaba la atmósfera, como si ambas fueran dos gatas traviesas y sumisas, entregadas al juego, dispuestas a dejarse llevar y explorar todo lo que la noche pudiera depararles.
El ambiente, cargado de tensión y expectativas, anunciaba que la velada apenas estaba comenzando y que, entre risas, miradas y promesas implícitas, cualquier cosa podía suceder.
Lo primero… recordad que las gatitas se muestran tal como son. Así que quitaros toda la ropa, dejad todo a un lado y preparaos. Seré yo quien os diga cuándo y qué podéis lucir después.
Las dos se pusieron en pie con gracia y estilo sensual, sus manos deslizándose hacia atrás con una lentitud provocativa para desabrochar los sujetadores. Rebeca quedó al descubierto, revelando unos senos deliciosamente firmes, casi tentadores, con pezones diminutos que se elevaban como pequeñas punzadas de deseo. Ana, a su lado, no se quedaba atrás; sus curvas más generosas se exhibían orgullosas, sus pezones endurecidos resaltando sobre una aureola de un tono más oscuro, un contraste que abrasaba la mirada. Al quitarse los tangas, la piel de ambas resplandecía sin una sola sombra, perfectamente rasurada, lisa al tacto, prometiendo caricias que nada más el pensamiento podía contener.»
Las dos se colocaron a gatas, moviéndose con la elegancia felina y la urgencia salvaje de dos gatitas en celo, sus cuerpos temblando de deseo y expectativa, esperando que mi voz, cargada de lujuria, les indicara su siguiente paso. Yo ardía en un fuego interno imparable, una lujuria voraz que clamaba por poseerlas sin reservas. Aquella noche, mis ganas de follarlas locamente dominaban cada pensamiento; sabían bien que el juego intenso, con cada caricia y suspiro, sería solo el preludio de muchas noches futuras donde exploraríamos placeres aún más profundos y salvajes.
“¡Ayudarme a desnudarme!”
Me puse de pie y Ana, con dedos suaves y decididos, deslizaba la corbata y desabotonaba la camisa, desnudándome a su ritmo como si fuera un ritual de seducción. Rebeca bajó a la parte baja, liberando primero el botón con delicadeza, luego deslizó su mano firme pero gentil bajo la bragueta, mientras sentía cómo se liberaba el calor de mi cuerpo. Mis pantalones caerían lentamente mientras mis bóxers, en una danza sincronizada, se deslizaban a cada lado, dejando al descubierto mi pene, pulcro y palpitante, duro como una promesa en la penumbra. Ambas me miraban con deseo, sus labios húmedos humedeciendo nerviosos la legua, pero ninguna atacaba el tesoro esperando la señal.
Me incliné hacia ellas con una autoridad que las encendía, mi voz baja y dominante:
Quiero que saquéis ese celo y, como auténticas gatas hambrientas, me devoréis. Quiero sentir vuestras lenguas enredándose en mi polla, quiero las dos, voraces y atrevidas, envolviéndome sin pudor.
No hubo duda. Al instante, sus lenguas cálidas y húmedas se enredaron alrededor de mi pene, sus salivas se mezclaron y empaparon mi miembro erecto, creando un placer líquido y profundo. Rebeca fue la primera en tomar la iniciativa, deslizando mi polla en su boca, profundizando cada vez más, dejando que el roce de su lengua trazara espirales ardientes sobre mi piel, enviándome directos escalofríos. Ana no se quedó atrás; con sus labios rodeó mis testículos, succionando y acariciando, mientras su lengua viajaba traviesa y delicada por mi perineo hasta alcanzar mi ano, jugando y explorando, despertando todos los nervios a flor de piel.
El deseo era una marea imparable, el placer, absoluto, y la escena, pura lujuria hecha realidad.
Estuvimos jugando en esa deliciosa tortura un buen rato, el placer acercándose y retirándose, tan intenso que varias veces sentí ese cosquilleo feroz de estar a punto de correrme, pero logré contenerme, prolongando la fantasía. Aparté a las dos con decisión. Rebeca quedó sentada en el sofá, las piernas abiertas y la mirada expectante; tomé de la melena a Ana con firmeza y la guié hacia la entrepierna de su ama, haciendo evidente la sumisión que aún la envolvía.
Quiero que lamas muy bien a tu ama hasta que se corra en tu boca, mientras yo te voy a calmar el celo, … ordené, mi voz ronca y dominante, cargada de puro deseo animal.
Ana no dudó. Su lengua se deslizó entre los muslos húmedos de Rebeca, explorando cada pliegue, cada secreto, mientras Rebeca, entre suspiros y jadeos, se retorcía de placer y poder. Yo me acomodé detrás de Ana, listo para calmarle el celo, sintiendo cómo el calor de sus cuerpos se mezclaba con la lujuria de la noche.
El ambiente era puro fuego, cada uno entregado, dominado y poseído por sus deseos más primitivos y deliciosos.
Aquella escena encendía cada nervio de mi cuerpo. Las nalgas de Ana, firmes y torneadas, delataban horas de gimnasio diario, pura provocación bajo mis manos. Deslicé mis dedos por su piel y me colé entre sus muslos, encontrando su vagina palpitante. Jugué con su clítoris, disfrutando de la textura suave y la manera en que sus caderas reaccionaban, mientras mis ojos devoraban la imagen de Ana entregada, devorando con su lengua el coño perfectamente rasurado de Rebeca. El rostro de Rebeca era puro placer, sus ojos entrecerrados y la cabeza asintiendo; un mensaje mudo, intenso: quería que tomara a su gatita, que la dominara y la hiciera suya sin reservas.
El coño de Ana se volvía cada vez más húmedo bajo mis caricias, sus piernas abiertas suplicando mi invasión. Hundí dos dedos en su interior, notando cómo su cuerpo temblaba y se inclinaba hacia adelante, el placer recorriéndola. No pude resistir: llevé mis dedos a mi boca, saboreando ese jugo divino, espeso, inconfundible.
Mi polla, dura y palpitante, buscó la entrada de su humedad. La coloqué justo en el borde y, de un solo movimiento, la deslicé toda dentro de ella. No hizo falta fuerza; Ana estaba mojada, abierta, lista para recibirme. Su lengua se detuvo apenas un instante sobre el clítoris de Rebeca para dejar escapar un gemido largo, un “aaah” lleno de lujuria, antes de volver a entregarse a su tarea, llenando el ambiente de jadeos, gemidos y el sonido húmedo del deseo hecho realidad.
El vaivén sobre Ana era un baile ardiente; la agarraba de la cintura, atrayéndola hacia mí con embestidas cada vez más profundas y voraces, sintiendo cómo su cuerpo reaccionaba con cada golpe, cómo la tensión y el deseo la recorrían entera. En los momentos en que bajaba el ritmo, dejaba que la intensidad se tornara suave, mis manos viajaban desde su cintura hasta sus tetas, recorriéndolas con las yemas de los dedos, acariciando cada curva, sintiendo la firmeza y la piel caliente, los pezones duros, desafiantes, suplicando ser mordidos y tocados.
De pronto, un pequeño grito de placer escapó de los labios de Rebeca, su cuerpo estremeciéndose. Ella se estaba corriendo en la boca de Ana, mientras la escena ardía de lujuria, sudor y gemidos. La energía era salvaje, una oleada de placer que nos arrastraba a los tres, mezclando jadeos, movimientos frenéticos y suspiros de satisfacción en cada rincón de la habitación.
El aire estaba cargado de deseo y complicidad. Me acerqué a Rebeca, con una sonrisa pícara y voz baja, le susurré:
“¿Te gusta cómo te come tu gatita?”
Ella, jadeante y con los ojos encendidos, apenas pudo articular un “¡Sí, me encanta!”.
“¿Te corriste ya?”, murmuré, mis manos sujetando aún la cintura de Ana.
—“¡Varias veces, esta fue la más fuerte!”, respondió, su respiración temblorosa.
Saqué mi polla despacio del coño de Ana, deposité un beso lento sobre sus nalgas y, sin previo aviso, le di un cachete que retumbó en el aire, el sonido seco y lascivo llenando la habitación.
“¡Ahora vamos a cambiar, Ana! ¡Te toca sentarte!”
Obediente, Ana se sentó y abrió las piernas, mirando con deseo el rostro de su ama, esperando la lengua con ansias reprimidas.
“¿Te lo ha comido alguna vez?..” pregunté, disfrutando de la tensión acumulada.
Ana negó con la cabeza, sin mediar palabra, mordiéndose el labio.
“Pues ahora te lo va a comer, porque yo se lo voy a pedir”, … sentencié, el tono firme, decidido.
Tomé a Rebeca, la puse a cuatro patas frente a Ana, y me incliné sobre su oído:
Quiero que ahora se lo comas tú, ya sabes cómo hacerlo. Mientras, yo te voy a follar.
“¿Entendido?”
Ella asintió, sumisa y excitada, preparándose para obedecer y entregarse al juego, el ambiente impregnándose de la promesa de placer compartido y nuevas sensaciones.
Rebeca, sumisa y entregada, afirmó con la cabeza, las ganas desbordadas en su mirada. Acercó la boca al húmedo coño de Ana y comenzó a lamerlo, sus movimientos ansiosos y sensuales, dejando clara su rendición y deseo. Yo, mientras tanto, contemplaba la escena, sintiendo el deseo crecer en mi interior; tenía unas ganas feroces de follarme a Rebeca, pues me excitaba mucho más que Ana, pero decidí alargar la espera, convertir el placer en una pequeña lección para ella y para mí.
Frente a mí se presentaba ese culo hermoso, duro y desafiante. Mojé mis dedos en la boca de Ana, que ya tenía el rostro descompuesto por el placer, y los llevé al coño de Rebeca para humedecerlo aún más, asegurándome de no hacerle daño, preparando el terreno para la embestida. Sin vacilar, con un solo golpe, penetré su cuerpo. Podía sentir cómo se movía, cómo gemía, su cuerpo lo pedía, una necesidad absoluta en cada movimiento.
El vaivén entre su coño y mi polla se prolongó, llenando la habitación de sonidos húmedos y gemidos entrecortados, el tiempo se desdibujaba en el placer. De nuevo, mojé mis dedos en la boca de Ana, que no dejó de gemir, y esta vez los llevé a su pequeño y rosado ano. Comencé dibujando círculos suaves, mojando, explorando, hasta que conseguí colar un dedo dentro poco a poco. Era una sensación sublime: mi polla follando su coño, mi dedo adentrándose en su ano estrecho. Añadí un segundo dedo, abriéndolo poco a poco, dilatando con paciencia y deseo hasta que estuvo preparado, hinchado de placer.
La atmosfera era pura tensión y deseo. Me apoyé sobre su espalda, sintiendo su calor, y acerqué lentamente la boca a su oído, susurrándole, mi voz ronca y grave, cargada de promesas indecentes y caricias futuras…
“¡Ahora te voy a follar este culito, mi culito, hasta correrme dentro de ti!”
Rebeca asintió, el ansia brillando en su mirada mientras su lengua seguía incansable sobre el coño de Ana, que volvía a correrse entre gemidos. Saqué despacio mi polla del húmedo coño de Rebeca, el calor y la humedad me envolvían; no necesitaba nada más para lubricar. Con suavidad, coloqué la punta sobre su ano y fui adentrándome muy despacio, cada centímetro provocando espasmos de placer. Ella se inclinó al sentir mi invasión, pero en instantes recuperó el control, acomodándose para disfrutar al máximo.
Poco a poco mi polla fue conquistando su interior, sintiendo la presión, la fricción, la entrega. Mientras la penetraba, mi mano jugaba en su clítoris, provocando que la lubricación fuera aún más abundante, dándole dos fuentes de placer. El ritmo fue creciendo, las embestidas cobrando fuerza, hasta que supe sin duda que aquello no era nuevo para ella, que lo vivía y gozaba sin miedo ni pudor.
El vaivén se prolongó entre gemidos, jadeos y cuerpos sudorosos hasta que la lujuria me llevó al límite. Aceleré el ritmo sobre su culo y Rebeca dejó de lamer, soltando un grito desgarrado de placer. Me corrí dentro de ella, la sensación tan intensa que dejó mi cuerpo tembloroso, exhausto.
Me recosté sobre su espalda, sintiendo su calor y el pulso desbocado, durante unos segundos para recuperar el aliento. Luego extraje mi polla, ahora húmeda con sus jugos y mi propio semen, y, de pie, tomé a Ana del pelo para que me la limpiara con su boca, mientras Rebeca, la cabeza apoyada en el sofá, recuperaba el aliento, contemplando la escena con la mirada todavía perdida en el placer.
El ambiente estaba impregnado de un calor dulce y satisfecho. La miré a los ojos, con una sonrisa ladeada y el pulso aún acelerado y le pregunté, ronco:
“¿Te ha gustado?”
Esta vez Rebeca no se contuvo.
—“¡Me ha encantado! Ahora sé que tú eres mi rey, mi amo… Las dos somos tuyas.”
Ana, apartando la boca con un suspiro, se unió a nuestro rincón del sofá. Me senté y ambas vinieron a mi lado, sus cuerpos pegados al mío, las cabezas recostadas sobre mis hombros mientras la calma del placer lo llenaba todo.
Rebeca acariciaba mi pene ya descansando, su mano jugueteando perezosamente, provocando cosquilleos y recuerdos recientes. Me incliné hacia ella y la besé, primero suave y luego en un beso profundo, húmedo, explosivo. Ana, observando, no pudo evitar la tentación; deslizó su dedo en mi boca y, llena de deseo y entrega, habló por primera vez desde que había asumido su rol sumiso:
—“Yo también quiero un beso así… Y quiero que sepas que seguiré siendo la gatita de mi ama. Y como tú eres el amo de las dos, te obedeceré en todo lo que me pidas”.
Rebeca, rápida y juguetona, le dio un beso tan apasionado como el mío, y luego sus labios buscaron los míos, regalándonos otro morreo largo, lento, lleno de promesas.
Esa noche, las dos se quedaron a dormir conmigo, sus cuerpos, el calor y la complicidad llenando la cama.
Por la mañana, sentí el rumor del agua de la ducha antes de abrir los ojos. Al rato, Rebeca entró en la habitación, fresca, con el pelo aún húmedo, y me despertó con un beso tierno, la sonrisa bailando en su rostro, preparándonos para otra jornada de placeres y juegos por descubrir.
—“¡Buenos días, cielo, levántate y desayunamos todos juntos!”
Me levanté con el cuerpo satisfecho y el ánimo ligero, fui a la cocina, y Ana me recibió con otro beso dulce y un susurro de buenos días. Durante el desayuno reinó una charla distendida, nos reímos y recordamos los momentos de la noche, ese ambiente de deseo convertido en ternura y picardía. Nos fascinaba aquel juego, y entre miradas y sonrisas, acordamos que fuera de las paredes de mi casa, delante de los demás, seguiríamos siendo solo un grupo de buenos amigos, pero en la intimidad ellas serían siempre mis sumisas gatitas, mis cómplices.
Al rato, se despidieron para pasar por casa antes de ir al trabajo. Yo terminé de prepararme y, aún con su aroma en la piel, me fui para la oficina.
Al mediodía volvimos a vernos, la conversación era aún más suelta, llena de bromas, guiños y esa confianza que solo se gana en la entrega y la aventura compartida.
La historia se prolongó durante meses. Más de un fin de semana me quedaba en Madrid solo por el gusto de disfrutar de mis dos gatitas, explorando juntos deseos, juegos y madrugadas en las que el placer no tenía límites.
Así siguió la historia hasta que mi trabajo en Madrid terminó y tuve que regresar. Ana se mudó a Sevilla, aunque seguía viajando a Madrid para encontrarse con Rebeca. Yo, cuando podía, me escapaba al menos unos días, y Rebeca se reunía conmigo en hoteles donde seguíamos escribiendo capítulos de nuestra pasión. Un día, Rebeca me llamó y me contó que estaba saliendo con un chico, que se había enamorado. Él no sabía nada de su antigua vida y ni ella quería que lo supiera. Le respondí con naturalidad:
“Tranquila, no pasa nada. Somos adultos, nos lo hemos pasado de maravilla y la amistad sigue siempre”.
Así fue. Con el tiempo, algún email navideño me recordaba que seguía felizmente casada, con una preciosa niña. Me alegraba de corazón.
De Ana no volví a saber nada; según Rebeca, se fue a Colombia y su rastro se fue perdiendo…
Pero de aquellos meses quedaba una certeza: la vida es placer, aventura, complicidad y esa chispa secreta que, aunque pase el tiempo, arde con solo evocarla.
Veremos más relatos juntos.
<<<<<<< Relato revisado a noviembre de 2025
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