Rebeca y Ana, de finde

El reloj despertador marcaba las doce del mediodía cuando, finalmente, pude abrir los ojos. La luz que se colaba por las cortinas era cálida, envolvente; la habitación, amplia y llena de detalles de una noche memorable: copas vacías y botellas de cava en el suelo, junto a varios juguetes eróticos que evocaban huellas indelebles de placer y desenfreno.

A mi derecha, Rebeca dormía. Su cuerpo, medio cubierto por la sábana, era puro arte; cada curva era un regalo para la vista. Sentía ese gusto de despertar acompañado, con la visión de su figura relajada, su respiración tranquila, esa paz que sólo llega tras una noche de entregas y caricias infinitas.

Desde la cocina me llegaba el murmullo suave de movimiento, mezclado con una melodía apenas perceptible. Reconocí la voz de Diego Torres cantando “La última noche”, una canción que siempre me ponía de buen humor y ahora parecía el broche perfecto a una jornada de excesos y ternura. Me permití disfrutar unos segundos, recreándome en los recuerdos recientes y sintiendo cómo la serenidad conquistaba mi ánimo.

De pronto, Ana apareció en la puerta, con una sonrisa traviesa y segura, trayendo entre las manos una bandeja con café, zumos y unos bollitos recién preparados. Su gesto, delicado y atento, le daba a la escena el matiz de una mañana perfecta, donde la pasión y la complicidad seguían presentes, dispuestas a extenderse más allá de la noche.

“¡Buenos días dormilones!” —exclamó Ana al entrar, dejando la bandeja sobre la mesita con una sonrisa luminosa. Sin prisa, alzó la persiana y un haz de luz dorada fue invadiendo la habitación poco a poco, permitiendo que nos adaptáramos lentamente al resplandor del día.

“¡Buenos días, Ana, qué pronto despertaste!” —le respondí, aun saboreando esa pereza deliciosa que solo traen las noches intensas.

“¡Buenos días!” —murmuró Rebeca, con voz suave, mientras se tapaba la cabeza con la almohada, dejando entrever un gesto travieso bajo la tela.

Ana, rebosante de energía, anunció: — “¡Chicos, es sábado y tenemos todo el finde para nosotros! ¿Qué os parece si nos vamos a tomar un vermut por ahí? ¡Hace sol y calorcito!”

“Por mí perfecto. Desayunamos y me doy una ducha rapidita,” contesté, sintiendo el entusiasmo por el plan y la promesa de un día lleno de nuevas aventuras y complicidades inesperadas.

Rebeca, siempre tan remolona para despertar, fue abriendo los ojos poco a poco, perezosa, pero con una sonrisa que era pura complicidad. Llevábamos algo más de dos meses juntos, y ya nos conocíamos de memoria: ella era pura dinamita durante el día, un vendaval de energía y ocurrencias, pero cuando caía en la cama le costaba emprender el vuelo matutino.

Salimos de su casa algo después de las dos. Rebeca vivía en un ático espacioso en Lavapiés, una zona vibrante cuyo pulso multicultural había crecido sin parar en los últimos años. Restaurantes y comercios de todas partes del mundo llenaban el barrio de aromas, acentos y colores que despertaban los sentidos y el ánimo, haciéndolo un escenario perfecto para nuevas historias.

Fuimos a una bodega cercana que nos encantaba por su ambiente sencillo y auténtico, y nos sentamos fuera en la terraza, dejando que la brisa y el sol templado de junio nos acariciaran la piel. Pedimos unas copas y, como el reloj marcaba ya la hora de comer, nos animamos a picar algo, saboreando sin prisas cada bocado y cada sorbo, entre risas y miradas que decían mucho más que las palabras.

El calor madrileño se notaba, pero la compañía hacía que todo pareciera aún más dulce, más fácil. La noche anterior habíamos salido por Malasaña, perdiéndonos entre bares y terrazas, y la velada terminó como muchas últimamente: riendo, bailando y, al final, fundidos todos en el ático de Rebeca. Su casa, con una cocina amplia, el baño generoso y, sobre todo, ese dormitorio enorme y luminoso, era nuestro refugio, nuestro oasis secreto para juegos, confesiones y encuentros que encendían los días y, sobre todo, las noches.

“¡Bueno, chicas! ¿Qué os apetece hacer hoy?” pregunté, lanzando la propuesta al aire mientras apuraba el café.

“Estoy un poco saturada de alcohol… anoche bebimos un montón,” confesó Rebeca, llevándose la mano a la frente con una sonrisa culpable.

“Sí, la verdad. Hoy paso de alcohol y de cargar contigo, guapa…” replicó Ana entre carcajadas, recordando nuestra accidentada vuelta a casa y el esfuerzo titánico que supuso subir a Rebeca al piso.

El ambiente estaba cargado de esas risas que solo surgen después de noches intensas, de bromas cómplices y desventuras que ya formaban parte de nuestra memoria colectiva. Tras contar anécdotas y rememorar hazañas, Rebeca tuvo la idea que nos sacó de la rutina:

“¿Y si nos largamos a pasar la noche fuera, lejos del bullicio?”

Nos contó que su familia era de Navas del Rey, un pequeño pueblo a menos de una hora de la ciudad. Aunque sus padres ya no vivían allí, mantenían la casa familiar en las afueras a la que solían escaparse algunos fines de semana o en vacaciones. Sin perder tiempo, Rebeca llamó a su madre. Le comentó que iría con unos amigos y se aseguró de que la casa estaría libre, lista para nosotros solos.

La simple promesa de un refugio tranquilo, una casa solo para nosotros, alejados de los ritmos frenéticos de Madrid, encendió la chispa de la aventura y la expectativa; el fin de semana se perfilaba como el escenario perfecto para nuevas historias, risas y, quién sabe, quizá algún juego más…

Pasamos por el supermercado y llenamos el coche de provisiones: comida fácil, cervezas, refrescos y algún capricho para la noche. Hacia las cinco de la tarde ya íbamos en camino, la autovía nos llevó rápido y sin complicaciones hasta Navas del Rey. El viaje, con música y bromas, fue tan ligero como la promesa de un fin de semana sin límites.

La casa de Rebeca estaba en una urbanización apartada, rodeada de un discreto seto alto que garantizaba toda la privacidad que podíamos desear. Al llegar, aparcamos fuera y cruzamos el jardín; era amplio, muy bien cuidado, con césped fresco bajo los pies. Dos árboles frondosos llenaban de sombra una de las esquinas, el lugar perfecto para la barbacoa. En el extremo opuesto, bajo el sol inclemente de junio, relucía una piscina azul, lista para refrescarnos y para cualquier tentación que pudiera surgir.

El interior de la casa nos sorprendió. Tres alturas, una reforma reciente que mezclaba lo moderno con el encanto original. Abrimos los ventanales de par en par y la luz inundó el enorme salón, que ocupaba casi toda la planta baja. Al fondo, la cocina de estilo americano, abierta y práctica, junto a un baño discreto. Arriba, las habitaciones eran espaciosas —casi todas con su propio baño— y, coronando la casa, un desván diáfano, perfecto para perder la noción del tiempo entre trastos familiares, mesas de trabajo y ordenadores antiguos.

Era un refugio perfecto, cómodo y con esa mezcla deliciosa de libertad y promesas, con la tarde apenas comenzando y el deseo de convertir esa escapada en un fin de semana memorable.

Nos instalamos con toda la calma del mundo, y lo primero fue lanzarnos a la piscina, aprovechando los últimos rayos dorados del día. El agua estaba deliciosa, tibia, acariciando la piel, relajando los músculos y disipando el calor del viaje. Nadamos, jugamos y reímos, sintiendo que el tiempo se estiraba entre chapoteos y miradas cómplices.

Cuando el sol ya empezaba a ocultarse tras los árboles y el aire nocturno aún conservaba su caricia cálida, salimos para preparar una cena ligera. En la cocina abierta, nos movíamos entre bromas y besos robados, picando algo sencillo que saboreamos enseguida. El menú fue lo de menos; la conversación, las risas y esa sensación de estar viviendo un paréntesis mágico lo eran todo.

Ya entrada la noche, la temperatura seguía alta y el ambiente se había vuelto casi tropical. Yo llevaba una pantaloneta y camiseta, cómodo y relajado. Ellas, con blusas de verano sueltas y la tanguita del bikini aún húmeda de piscina, irradiaban esa frescura sensual que solo tienen los cuerpos al sol.

Mientras yo me encargaba de preparar unos gin-tonics fríos, Rebeca encendió la enorme televisión del salón y se acomodó en un sillón ancho, dejándose caer sin reservas. Ana tampoco tardó en encontrar su sitio, tumbándose en el sofá, estirando las piernas y dejando ver un atisbo de piel bronceada. En la tele había una película, pero apenas le prestábamos atención; la charla era demasiado buena, divertida y relajada, llena de confidencias, recuerdos compartidos y promesas de una noche que todavía tenía mucho que ofrecer.

El ambiente era pura complicidad, la mezcla de placer, verano y deseo sutil que impregna cada gesto y cada silencio compartido.

La noche avanzaba entre carcajadas, brindis y ese halo de complicidad que solo surge entre cuerpos y almas que se desean y se conocen en profundidad. Después de un par de horas, con el gin-tonic en la mano y la conversación cada vez más íntima, Rebeca, siempre tan ingeniosa entre bromas, empezó a lanzar comentarios cargados de picardía, esos que rápidamente elevan el voltaje de cualquier velada.

Con la naturalidad de quien asume su papel sin esfuerzo, fue entrando en su rol de ama. Jugaba con Ana pidiéndole pequeñas cosas: que le trajera hielo de la cocina, que fuera por una mantita o por algún dulce olvidado en el cuarto. Ana obedecía diligente, su mirada viva y llena de deseo, disfrutando de la sumisión y del juego, sin poner ni una sola pega, con un brillo especial en los ojos.

Como ya relaté otras veces, entre Rebeca y Ana existía una dinámica particular, un juego de roles donde la autoridad y la entrega se tejían de forma deliciosa. Eran ama y sumisa, y yo me fui integrando a esa travesía, tomando el papel de dominante cuando el ambiente lo pedía. Cuando Rebeca y yo estábamos juntos, su sumisión era espontánea, intensa; pero con Ana siempre conservaba su esencia dominante, imponiendo su voluntad y marcando las reglas del juego erótico en el que los tres avanzábamos, entre risas, órdenes suaves y promesas ardientes.

La atmósfera se volvió aún más densa, el deseo flotando como una fragancia dulzona en el aire, y la noche todavía nos reservaba nuevos placeres y secretos por explorar.

Entre la penumbra sensual y las risas, Rebeca no se anduvo con rodeos; su voz, acompañada de una mirada descarada, fue como un chispazo:

“…Me estoy poniendo caliente y me entran ganas de jugar”, soltó, cambiando la postura en el sofá, abriéndose de piernas con lentitud calculada, dejando claro que el control era suyo. Apoyó cada pierna en un reposabrazos, exponiendo su intimidad sin pudor, con un destello desafiante en los ojos.

— “¡Arrodíllate aquí y cómeme el coño, que me pica un poco!”—ordenó a Ana, su tono una mezcla perfecta de autoridad y deseo.

Ana se levantó suavemente de su sitio, el ambiente impregnado de tensión erótica y expectativa. Se arrodilló entre las piernas de Rebeca, apartó con destreza la tanguita y acercó los labios, dejando que su lengua comenzara a jugar con el clítoris, alternando suaves lamidas con pequeños mordiscos que hacían que Rebeca se retorciera en espasmos de placer y suspirara profundamente.

Desde mi sitio en el sofá, copa en mano, contemplaba la escena fascinado, dejando que el deseo se apoderara de mí poco a poco. Ana continuó con su juego de forma experta, el tiempo diluyéndose entre jadeos y gemidos, hasta que Rebeca, vencida por una fuerte convulsión de placer, arqueó la espalda y soltó un grito que llenó toda la casa, su orgasmo tan intenso que la dejó exhausta.

Rebeca, con las manos temblorosas, apartó a Ana hacia atrás y se dejó caer en el sofá, hundiéndose en una relajación profunda, respirando el aire denso de la satisfacción recién alcanzada. Ana, sumisa y paciente, permanecía de rodillas, esperando quieta y atenta cualquier nueva orden.

Pasaron unos instantes en los que sólo se escuchaban los suspiros recuperadores de Rebeca. Finalmente, sentí el impulso y llamé a Ana:

“¡Ana, ven!” La invitación llenó el aire de nuevas promesas y la expectativa de lo que vendría a continuación.

Ana obedeció sin vacilar, gateando hasta donde yo estaba, con una sensualidad felina que encendía aún más el ambiente. Mi mirada le hablaba sin palabras, así que no fue necesario dar ninguna orden; ella entendió perfectamente lo que deseaba. Empezó a jugar sobre mi pantaloneta, su boca dando pequeños mordiscos a los lados de mi polla que ya estaba dura por la excitación.

Con destreza, sus manos se colaron por dentro de la tela y terminó despojándome de la pantaloneta, dejando mi polla completamente expuesta y a su disposición. Ana la tomó con una mano, jugando, acariciando, mientras su boca alternaba entre lamidas y generosos besos húmedos que me llevaban al punto del éxtasis. Su trabajo oral era tan intenso, tan hábil, que la excitación rozaba lo peligroso; sentí que estaba al borde, así que le ordené parar. Ana me obedeció enseguida, retirando su boca mientras sus ojos brillaban de deseo y sumisión.

La puse de pie delante de mí y comencé a desnudarla, despacio, admirando cada curva de su cuerpo moreno caribeño, cada línea exquisita, sus pechos erguidos y hermosos. Su belleza colombiana me hipnotizaba, atrapándome por completo. Fue hasta entonces que noté que Rebeca había salido del salón sin que lo percibiera durante el juego.

En ese momento, Rebeca apareció de nuevo en escena. Llevaba puesto un vestido de licra negra pegado al cuerpo, un corseé morado apretado que dejaba sus pechos desnudos por completo, y unos tacones de vértigo que aumentaban la provocación de su figura. En sus manos traía varias cuerdas, con una mirada decidida y pícara, claramente preparada para llevar el juego a otro nivel, encendiendo aún más la fantasía de la noche.

Rebeca se acercó, la mirada llena de determinación y deseo, y con voz firme anunció:

“Vamos a preparar nuestro juguete para esta noche.”

Sin perder tiempo, tomó a Ana de los brazos y los llevó suavemente hacia atrás, cruzándolos sobre su espalda. Empezó a rodear sus brazos con la cuerda, lenta y meticulosamente, cada vuelta acentuando la tensión y la entrega. Luego, con seguridad, hizo que Ana se arrodillara frente a nosotros. Siguió pasando la cuerda, atando sus piernas, dejándola en una posición de sumisión total: erguida, inmóvil, apoyada sobre las rodillas, su cuerpo expuesto y ofrecido, con la vagina y el ano completamente a nuestra disposición.

Rebeca comenzó a jugar con el cuerpo de Ana, sus dedos expertos explorando la humedad generosa de su sexo. Jugó y presionó justo donde sabía que el deseo de Ana iba a desbordarse. Se notaba la compenetración entre ellas, la forma en que Rebeca encontraba el ritmo exacto, el punto preciso en el clítoris, acelerando cada caricia hasta hacerla temblar de placer. Ana, inmovilizada y entregada, apenas podía contenerse; no tardó mucho en convulsionar, y de su coño brotó una auténtica cascada de leche, testimonio de un orgasmo intenso y de la sensibilidad desbordante que siempre la caracterizaba.

Aparte a Rebeca con sutileza y me acerqué a Ana, sintiendo cómo el ambiente se volvía más denso, más caliente. Deslicé una caricia lenta por su muslo mientras ella se abría hacia mí en suspiro tembloroso.

Mis manos, cálidas y pacientes, comenzaron a explorarla con delicadeza su cuerpo, una hacia la entrada de su trasero, dos de mis dedos explorando se fueron introduciendo muy despacio a través de su ano, la otra mano acariciaba su coño humedecido notando como se dilataba.

Cada avance era lento, medido, siguiendo la manera en que su cuerpo respondía a los movimientos de mis dedos, gozando, relajándose, dejándose llevar más y más.

Ana se arqueaba con cada gesto, dejando escapar pequeñas exclamaciones que llenaban la habitación de un tono íntimo y electrizante. Sus movimientos se volvían más urgentes, más necesitados, mientras yo seguía marcando el compás con suavidad creciente.

La tensión entraba en un pulso cálido, envolvente, y Ana terminó entregándose por completo, dejando que el placer la recorriera en oleadas, mientras su respiración se volvía temblorosa y la voz entrecortada. Ambas aberturas de su cuerpo de estaban ya muy dilatadas

Ana respiraba con fuerza, completamente entregada al momento, mientras Rebeca observaba con atención cada gesto, cada temblor, cada suspiro. Cuando ella tomó mi lugar, lo hizo con una naturalidad casi estudiada, como si hubiera estado preparándose para ese instante. Sus movimientos eran firmes y seguros, manteniendo el ritmo que el cuerpo de Ana ya había aprendido a seguir. La respuesta de Ana era inmediata, casi instintiva, dejando claro cuánto la dominaba el placer.

Rebeca, siempre curiosa, llevó su otra mano a una polla enorme de goma que esperaba a un lado, y lo incorporó al juego con una precisión casi ceremoniosa, sin dar espacio a que la intensidad disminuyera la introdujo en su ano. Ana, aún temblorosa, apenas podía procesar la nueva oleada que la atravesaba.

Yo, con mis manos todavía cálidas y resbaladizas por el contacto previo, deslicé mis dedos hacia su coño, explorando con delicadeza el camino que marcaba el flujo de su leche. El cuerpo de Ana respondió con una mezcla de sorpresa y entrega, abriéndose con suavidad ante la caricia, como si su piel reconociera de inmediato la intención detrás de mis gestos.

La escena quedó envuelta en un murmullo de respiraciones entrecortadas, estremecimientos y movimientos coordinados, una danza íntima donde cada una de nosotros dos sabía exactamente qué hilo tocar para que Ana se perdiera un poco más a cada movimiento.

Era como si dos grandes pollas hubieran entrado dentro de ella. Ana ya no seguía un ritmo: lo creaba. Su cuerpo entero vibraba con una fuerza casi brutal, como si estuviera siendo llevado al límite por dos corrientes distintas que tiraban de ella en direcciones opuestas y, aun así, la mantenían en un mismo punto de fuego.

Rebeca y yo apenas teníamos que pensar; su cuerpo nos guiaba. Cada movimiento de ella era una orden silenciosa, cada estremecimiento un mapa que nos llevaba aún más adentro de su tormenta. La intensidad aumentó hasta un punto en el que Ana dejó de gritar, dejó de gemir… simplemente se quedó abierta, respirando como si el aire le quemara los pulmones, los ojos muy abiertos y perdidos en algún lugar.

Su boca no formaba palabras, solo sonidos rotos, fragmentos de algo que parecía placer y rendición al mismo tiempo. De su cuerpo emanaban fluidos por ambos orificios, un calor casi salvaje, una energía que se derramaba sin control, marcando el suelo y la piel como si fuera una confesión líquida que no podía contener.

No sé cuánto duró. El tiempo se volvió un espacio extraño donde solo existían respiraciones aceleradas, manos firmes, temblores, la tensión creciente de tres cuerpos que no querían soltar el hilo del momento.

Cuando por fin aflojamos, yo todavía tenía el pulso desbocado mientras servía otra copa. Rebeca desató a Ana con un gesto lento, casi reverencial. Ella se dejó caer, exhausta, con una serenidad temblorosa que solo aparece después de haber atravesado una tormenta entera. Su pecho subía y bajaba despacio, como si aún tratara de recordar en qué parte del mundo estaba.

La habitación quedó suspendida en un silencio denso, cargado, eléctrico. Y Ana, perdida en su propia calma, parecía brillar en el centro de todo.

Rebeca, enfundada en la licra negra y el corsé morado que le realzaba cada curva, irradiaba una presencia que casi quemaba. Aún llevaba en la piel el brillo del juego anterior, y yo sentía la energía subiendo por mi cuerpo, densa y urgente, como una corriente que exigía desbordarse.

La miré y no hizo falta decir mucho. Bastó con una orden susurrada para que se arrodillara frente a mí, lenta, con esa elegancia felina que ella sabía usar cuando quería desarmarme. La luz tenue resbalaba por sus hombros y el corsé tensado, marcando cada línea de su figura como si estuviera hecha para ser adorada… o dominada.

Extendí una mano y la tomé suavemente por la nuca, entrelazando los dedos en su pelo. Ella levantó la mirada, oscura, expectante. La tensión entre nosotros era casi física, una vibración que cortaba el aire.

Guié su cabeza hacia mí y mí dura polla entraba en su boca, marcando el ritmo con la presión de mi mano, firme pero controlada. Ella siguió cada indicación con esa mezcla perfecta de entrega y desafío que solo Rebeca sabía manejar. Sus movimientos eran fluidos, hipnóticos, como si estuviéramos danzando al borde de algo más profundo, más peligroso.

Mi respiración se volvió pesada, acompasándose con los movimientos que ella seguía obediente, y la habitación pareció encogerse alrededor de nosotros, concentrando toda la energía en ese punto exacto donde el control y el deseo se encontraban.

El poder, la tensión, el abandono voluntario… todo flotaba entre nosotros como un humo denso, cargado de una sensualidad oscura que se adhería a la piel.

Ana se acercó despacio, todavía con la piel encendida. Sus movimientos eran suaves pero cargados de una tensión eléctrica, un magnetismo que la hacía parecer una sacerdotisa que regresaba de un trance. Nos fundimos en un intenso beso mientras Rebeca mamaba mi polla con ansia. La aparte para que parara. Rebeca se mantuvo arrodillada unos segundos más, su cuerpo envuelto en sombras violetas que el corsé reflejaba como un brillo húmedo. Sus hombros subían y bajaban con un temblor casi reverente, como si estuviera esperando la siguiente orden para poder respirar de verdad.

Cuando indiqué el cambio, Rebeca obedeció sin cuestionar. Se incorporó lentamente y giró sobre sí misma, dejándose caer hacia adelante con una elegancia que parecía ensayada durante siglos. Su espalda quedó arqueada, ofreciendo una irresistible y armoniosa forma de su trasero, la tenue luz acarició su silueta como un presagio.

Ana, a mi orden se aproximó por detrás de ella como quien se acerca a un altar. Sus manos se deslizaron sobre la piel expuesta de Rebeca con una devoción casi religiosa. Cada roce levantaba un estremecimiento silencioso que recorría el cuerpo entero de Rebeca como si fuera una plegaria pronunciada sin palabras.

Ana con el arnés colocado, toma con la mano la polla de goma acercándola al coño humedecido de Rebeca. La fue introduciendo lentamente, Rebeca notaba la penetración comenzando a mover su cintura con ritmo hipnótico.

Yo las observaba, sintiendo cómo la energía entre ellas se intensificaba y se extendía por toda la habitación. Lo que sucedía no era solo físico: era algo que surgía cuando dos personas se entregan por completo y una tercera presencia lo sostiene y lo guía.

Las embestidas eran fuertes y constantes. La respiración de Rebeca empezó acelerarse, sus gemidos más intensos llenaban la sala. La habitación había cambiado el aire ya no era aire: era un velo espeso, cálido, tejido por respiraciones aceleradas y por el temblor que aún recorría a las tres.

Primero, un temblor; luego, un gemido contenido. Después, una sucesión de sonidos casi animales escapando desde algún rincón profundo de su alma. Su cuerpo vibraba, como si una corriente la atravesase de dentro hacia afuera, pura electricidad y deseo.
Ana la sostuvo con delicadeza, marcando el ritmo de esa energía, guiándola para que no se desbordara corriéndose demasiado rápido y quedara suspendida en el filo del placer.

La intensidad creció tanto que rebeca no pudo aguantar más y rompió en un profundo orgasmo, parecía que la habitación entera se apagaba su alrededor, Ana retrocedió con un suspiro exhausto, como si aquel ritual hubiera exigido demasiado de ella misma. El sudor brillaba sobre su piel, reluciente como un aceite sagrado bajo la luz tenue.

Yo avancé entonces, despacio, sintiendo cómo la atmósfera se tensaba de nuevo. Rebeca no levantó la mirada; simplemente se abrió a mi presencia como si ya supiera el papel que debía desempeñar. Mis manos recorrieron su espalda, sus costillas, la curva que dibujaba su postura rendida. Era un contacto simple, pero cargado de un significado que iba más allá del gesto.

Ana, todavía jadeante, se inclinó a un lado de Rebeca y apoyó una mano en su piel húmeda. La otra, temblorosa, rozó mi cuerpo hasta tomar mi polla con su mano, guiándome con una reverencia que tenía tanto de deseo como de obediencia ritual. La forma en que lo hizo convirtió el momento en una liturgia íntima, una ceremonia donde ninguna palabra era necesaria. Fui penetrando su coño con envestidas fuertes, una y otra vez durante un buen rato notando varios orgasmos de Rebeca. Ana permanecía arrodillada junto a nosotros, con la mano enredaba mis dedos en el pelo de Ana acercando su cabeza hacia mí y cuando comencé a notar que estaba a punto de correrme, saque la polla del cuerpo de Rebeca y la lleve a la boca de Ana donde termine de correrme, esta lo recogió todo degustando hasta la última gota.

El ambiente se volvió tan denso que parecía que podíamos moldearlo con las manos.

Las respiraciones se mezclaron, los temblores se propagaron. Rebeca quedó tendida, respirando con una paz casi sobrenatural, como quien acaba de salir de un sueño profundo o de una transformación silenciosa. Su piel caliente brillaba como si ardiera desde dentro.

Ana, aún temblorosa, se recostó a su lado. Yo permanecí de pie unos segundos más, observando la escena como quien contempla el final de un antiguo ritual del que no se habla, pero que se reconoce en la piel.

Durante un tiempo que no puedo medir —minutos, horas, quizá una eternidad breve— nos movimos en torno a ella como si fuéramos tres sombras enlazadas en un mismo deseo, un mismo ritmo, un mismo secreto.

El silencio que siguió no era vacío. Era un silencio lleno, caliente, pesado. El tipo de silencio que solo aparece cuando tres cuerpos han compartido algo que no puede decirse en voz alta.

Finalizamos la noche con una ducha larga y reconfortante, dejando que el agua caliente relajara los cuerpos y apagara los últimos restos de cansancio y deseo. El reloj marcaba cerca de las siete de la mañana cuando, exhaustos pero felices, nos metimos los tres en la misma cama, como era costumbre siempre que compartíamos escapadas así. Las chicas, aún con energía y picardía, continuaron jugueteando entre ellas, regalando susurros y risas suaves que se perdían entre las sábanas.

El domingo, después de un desayuno tardío y algunas horas de charla y relax en el jardín, emprendimos el regreso a Madrid con la memoria cargada de momentos intensos y cómplices, despidiendo un fin de semana que había sido tan espontáneo como memorable.

<<<<<<<  Relato revisado a noviembre de 2025

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