Tarde de verano

Había quedado con mi amigo Javier para pasar el sábado en su chalet, en un pueblo a treinta kilómetros de mi ciudad. Eran las nueve de la mañana cuando salí de casa; el sol ya empezaba a calentar con fuerza, anunciando uno de esos días de verano que invitan a vivirlos despacio, entre piscina y cervezas frías. Antes de poner rumbo a su casa, hice una parada rápida en el supermercado: una caja de cervezas, refrescos y algo de picoteo. Aunque me inviten, nunca me ha gustado llegar con las manos vacías.

Conocí a Javier y a su mujer, Irina, en nuestro chalet donde organizábamos fiestas. Ellos venían a menudo y, con el tiempo, acabamos formando una amistad de esas fáciles, sin complicaciones. Irina siempre llamaba la atención, incluso cuando no trataba de hacerlo. Era estonia, de Tallin; una belleza del Báltico con esa mezcla tan particular de dulzura nórdica y carácter firme.

Morena de pelo corto, ojos verdes que parecían cambiar ligeramente de tono según la luz, y un cuerpo delgado, pero con curvas marcadas en el lugar exacto. No era alta, metro sesenta y cinco más o menos, pero tenía una presencia que llenaba cualquier habitación. Y cuando sonreía… era imposible no devolverle la sonrisa.

El trayecto hasta el pueblo fue rápido, apenas veinte minutos. El camino, que ya me conocía de otras ocasiones, se hacía fácil entre el paisaje y el calor que iba apretando. Javier salió a recibirme en cuanto aparqué. Me ayudó con las bolsas y entramos directamente a la cocina, donde metimos las bebidas en la nevera. El primer gesto, cómo no, fue abrirnos dos cervezas bien frías.

Mientras hablábamos de lo típico —trabajo, calor, planes para el día— Javier me comentó con una sonrisa traviesa que tenían una sorpresa preparada.

“Hoy no seremos solo tres…” —dijo, dejando la frase abierta.

Yo levanté una ceja, curioso, y él soltó una sonrisa de complicidad antes de continuar.

“Irina ha invitado a una amiga suya. Vendrá a pasar el día con nosotros”.

La novedad me pilló por sorpresa, pero me gustó el rumbo que estaba tomando la mañana.

“Pues bienvenida sea quien venga” —respondí, dándole un trago a la cerveza.

Javier apoyó los brazos en la encimera y bajó la voz un punto, como si confesara algo que llevaba tiempo queriendo decir.

“Katia. Se llama Katia. Es de las amigas de Irina… sin pareja. No está en el ambiente, pero por lo que me ha contado Irina, tiene mucho morbo, y ganas de… soltarse un poco. Y está muy buena, ya lo verás”

Justo entonces Irina entró en la cocina, fresca, sonriente, con ese aire suyo que convertía cualquier gesto cotidiano en algo sugerente. Me saludó con cariño, dos besos suaves que olían a crema solar y a verano.

Y en ese momento, supe que el día no iba a ser un simple sábado de piscina.

“¿Te comentó Javier que viene mi amiga?” —dijo Irina mientras se apoyaba en la encimera con una sonrisa pícara—. “Es una chica muy guapa, espero que te guste”.

“A mí me gustas tú, Irina… pero ya estás ocupada, cielo”.

Ella arqueó una ceja, divertida.

“Como si eso te hubiera frenado mucho cuando te pones demasiado cariñoso conmigo… “se rió, dejando la frase flotando entre bromas y segundas intenciones.

Irina soltó una carcajada y salió de la cocina moviendo las caderas con esa naturalidad suya que siempre llamaba la atención.

Javier y yo seguimos hablando un rato. Me comentó algo más sobre Katia: separada, rubia, con un cuerpazo; treinta y ocho años muy bien llevados, según él. Noté que tenía ganas de que viniera, y no solo por cortesía.

Casi eran las once cuando un claxon sonó en la entrada. Javier abrió el portón para dejar pasar el coche en el que llegaba Katia. Irina salió la primera a recibirla, emocionada, y nosotros fuimos detrás.

Y entonces apareció ella.

Katia era una auténtica preciosidad. Vestía un vestido de verano amarillo, ligero, que dejaba ver su silueta sin esfuerzo. Llevaba gafas de sol grandes y ese aire natural de quien no necesita hacer nada especial para destacar.

Irina la saludó en su idioma, con la cercanía de dos amigas de verdad. Javier le dio dos besos y luego me presentaron. Cuando Katia me miró, pude notar cómo sus ojos recorrían mi figura sin disimulo. No fue incómodo; más bien lo contrario. Había interés, o al menos curiosidad.

“¿Cómo estás?” —dijo con una sonrisa cálida—. “Me han hablado mucho de ti… qué bien conocernos por fin”.

Después de los saludos, entramos los cuatro en la casa. Irina y Katia desaparecieron un rato, probablemente poniéndose al día entre risas y confidencias. Javier y yo fuimos hacia la parte de atrás, donde la piscina brillaba bajo el sol.

Nos quitamos la ropa, quedándonos en bañador, y nos acomodamos en dos tumbonas. El calor pedía agua, calma y cerveza fría… aunque intuía que el día iba a traer algo más.

Al cabo de unos minutos salieron las chicas, ya preparadas para la piscina.

De Irina conocía su cuerpo de sobra y me encantaba: esa combinación de firmeza y delicadeza que siempre la hacía destacar. Pero Katia… Katia fue otra historia.

Si al llegar me había parecido una mujer muy atractiva, en bikini era directamente hipnótica. Tenía un cuerpo armonioso, cuidado, con curvas suaves y naturales. Los pechos redondos, bien proporcionados; la piel blanca, casi luminosa, como quien aún no ha pasado demasiadas horas bajo el sol.

Había algo en su forma de caminar, en la seguridad silenciosa con la que se acercó al borde de la piscina, que la hacía aún más deseable. No podía evitar seguirla con la mirada. Y lo mejor de todo es que, en algún momento, ella lo notó… y no apartó los ojos.

“Ya veo que te gusta… no le quitas ojo, bribón” —me soltó Javier entre risas. Y tenía razón. Estaba completamente embobado mirándola, sin poder disimularlo.

Ellas se tumbaron junto a nosotros y pasamos un buen rato conversando. El ambiente era cómodo, sencillo, de esos en los que la charla fluye sola. Katia se mostraba más relajada de lo que parecía al principio, y en más de una ocasión nuestras miradas se cruzaron durante un segundo de más.

Preparamos la mesa y comimos en el jardín, bajo la sombra de la pérgola. Las chicas, mientras tanto, parecían tener su propio mundo aparte. Hablaban entre ellas en su idioma, con ese tono cómplice que da la sensación de que están tramando algo. Cada cierto tiempo Irina decía alguna frase que hacía que Katia se pusiera colorada y luego soltara una risa nerviosa.

Javier y yo nos mirábamos sin entender ni una palabra, pero sí entendíamos otra cosa: había algo en el aire, un juego silencioso que ellas controlaban mejor que nosotros.

Javier me susurró al oído: “Conociendo a Irina, seguro que la estás poniendo cachonda con tus miradas… no tardaremos en ver que se suelta un poco más”.

Y, efectivamente, no pasó mucho tiempo. Irina se quitó la parte de arriba del bikini con naturalidad y se lanzó al agua entre risas, llamando a Katia para que hiciera lo mismo. Katia no dudó ni un segundo, y pronto ambas estaban chapoteando y bromeando en la piscina, llenando el ambiente de risas y energía veraniega.

Desde el borde, nos animaban a que nos uniéramos, provocando pequeñas carreras y salpicaduras. Javier me guiñó un ojo y me dijo que aguantáramos un poco, que el juego estaba a punto de ponerse más divertido. Las chicas intercambiaron miradas cómplices, hablaron entre ellas por un instante y, con un gesto sincronizado, alzaron los brazos sujetando con travesura la parte baja del bikini.

Era evidente que habían decidido jugar con nosotros, y la tensión en el aire se volvió tan palpable como la luz del sol reflejándose en el agua.

Nos quitamos el bañador y nos metimos en el agua, que seguía templada por el sol del día. Javier rodeó a Irina por la cintura y se hundieron en un beso. Yo me acerqué a Katia; las gotas de agua resbalaban por su cuerpo, la mirada fija en mí. No esperó a que dijera nada, me tomó del cuello y me atrapó la boca con la suya, firme, decidida, con ese punto de hambre contenida.

Su cuerpo se pegó al mío y sentí cómo respiraba rápido, como si el juego que habíamos empezado le estuviera acelerando todo por dentro. Notaba como sus pechos se apretaban junto a mí cuerpo. Su mano exploraba sin prisa entre mis piernas marcando su interés sin ocultarlo.

En un gesto espontáneo, Irina acercó sus labios a los de Katia y ambas se buscaron en un beso mientras Javier acariciaba el cuello de Irina, explorando su piel. Yo, sin prisas, deslicé las manos por el pecho de Katia, notando cómo su respiración se aceleraba ligeramente.

Llegó un momento en que la piscina se quedó pequeña para tanta tensión acumulada, y decidimos salir y tumbarnos sobre la hierba.

Entre cambios de posición, besos cruzados y manos que se atrevían un poco más, el juego fue subiendo de intensidad. La boca de Katia cubría mí polla mientras Javier follaba a Irina, y yo con mi mano acariciaba el clítoris de Katia. No se movía nada mal, me tumbe de espaldas a la hierba y Katia encima de mí, los movimientos eran fuertes y no tardaron en convertirse en espasmos seguidos de orgasmos, Katia sabía muy bien lo que hacía y disfrutaba cada movimiento.

Javier estaba desbordado; se le notaba en la mirada las ganas que tenía por Katia, en la forma en que respiraba y en cómo seguía cada movimiento y sin poder apartar los ojos. Irina lo sabía, lo conocía demasiado bien, y se unió al juego con esa naturalidad suya que lo volvía todo más intenso. Las manos de Javier se movían por el trasero de Katia y su lengua lo recorría muy despacio, guiando sus movimientos, acompañándola con una mezcla de hambre y cuidado. Ella respondía arqueándose, dejando claro que estaba disfrutando cada sensación que se acumulaba dentro de su cuerpo.

Irina, por su parte, se inclinó sobre ella y la atrapó en un beso profundo, lento al principio, y luego cada vez más cargado, más eléctrico. Javier abrió paso a su polla a través del culo de Katia penetrándolo despacio, esta se adaptó rápido a la situación comenzando a gemir más seguido. Irina no se quedó atrás, con sus dedos entrelazados en el pelo de mi cabeza me acerco hacia su coño pidiendo que lo calmara. Se colocó sobre mí, con seguridad y deseo en la mirada, guiándome entre sus piernas sin dejar de saborear la boca de Katia. Su cuerpo tembló ligeramente al acomodarse, como si la suma de todo, el calor, el juego, las miradas cruzadas, estuviera encendiéndola aún más.

Entre los cuatro se creó un ritmo que ninguno había planeado pero que todos reconocimos al instante, una mezcla de confianza, excitación y entrega mutua que nos arrastraba sin frenar.

El juego de la tarde nos dejó a todos relajados, satisfechos y con ese brillo cómplice que se queda en la piel después de compartir tanto. Pasamos por distintas posiciones, distintos encuentros, distintos ritmos; Javier pudo sacarse las ganas que llevaba semanas acumulando con Katia, e Irina y yo… bueno, lo nuestro siempre tenía ese punto salvaje que hacía que cada roce se encendiera solo. Fue una tarde larga, intensa, divertida, de esas que parecen que no se van a acabar nunca.

Cuando el sol empezó a caer, cada uno a su ritmo se fue retirando para prepararse para la cena.

Las chicas se tomaron su tiempo que nosotros, y cuando bajaron al salón, el ambiente cambió de golpe. Irina apareció con un vestido largo, negro, finísimo, que se movía con ella como si tuviera vida propia. Katia no se quedó atrás: azul, también largo, también ligero… pero con ese toque que hacía imposible no mirarla dos veces. Caminaban como si supieran perfectamente el efecto que provocaban.

Nosotros fuimos más informales, pero daba igual: el centro de atención eran ellas.

Katia se acercó a mí sin decir nada, se acomodó sobre mis rodillas como si ese hubiera sido su sitio toda la vida, y me besó despacio, con una sensualidad tranquila, segura, casi peligrosa. Su perfume, su calor, la suavidad del vestido rozando mi piel… me costó incluso mantener la conversación con Javier.

Irina nos observaba con una sonrisa ladeada, esa que dejaba claro que la noche prometía tanto como la tarde.

“¡Me ha encantado conocerte y la verdad que he disfrutado mucho esta tarde!” Me susurro al oído.

“¡Aún no ha terminado la noche!” La respondí.

La mesa estaba ya preparada en la terraza, bajo unas luces cálidas que Irina había encendido antes. La temperatura era perfecta, esa mezcla de brisa suave y calor retenido del día que hacía que todo pareciera más lento, más íntimo.

Katia seguía sobre mis rodillas cuando nos sentamos, pero se deslizó hacia su silla sin dejar de pasar la mano por mi muslo, como si quisiera recordarme que no se apartaba del todo. Irina ocupó su lugar frente a nosotros, con Javier a su lado, y desde el principio las miradas cruzadas empezaron a dibujar todo lo que aún no se decía.

Brindamos con vino. Las conversaciones eran ligeras, pero cargadas de segundas intenciones, recuerdos de la tarde, bromas a medias, roces aparentemente inocentes debajo de la mesa. Irina era experta en eso; cada vez que hablaba, su voz tenía ese compás suave, casi perezosa, que hacía que uno se olvidara del resto del mundo. Y Katia, a su manera, también jugaba, cruzaba las piernas despacio, rozándome sin disimulo, o se inclinaba hacia mí para comentar algo al oído, dejando que su vestido se deslizara sobre su piel blanca como si también estuviera coqueteando.

Javier observaba la escena con una sonrisa satisfecha, relajado, como quien sabe que la noche se está encarrilando justo hacia donde él imaginaba.

En un momento dado, Irina apoyó el codo en la mesa, me miró con descaro y dijo:

“Estás muy callado…”

No era una pregunta, era una invitación.

Katia, sin apartar la mirada de mi boca, añadió con voz suave:

“O está pensando demasiado…”

Las dos se miraron entre sí, como si compartieran un secreto en otro idioma, y luego soltaron una pequeña risa que me recorrió entero.

Javier levantó su copa, miró a cada uno y soltó:

“Brindemos por esta noche tan especial”

Nuestras copas chocaron en el aire seguido de un trago.

La mano de Katia buscó la mía bajo la mesa y entrelazó sus dedos con los míos, firme, clara.

Irina lo vio y sonrió con una satisfacción juguetona.

La cena avanzó entre risas, insinuaciones y ese ambiente cargado que parecía flotar sobre la mesa como un perfume.

«¡Me ha encantado conocerte y la verdad que he disfrutado mucho esta tarde!»Me susurro al oído.

«¡Aún no ha terminado la noche cielo! « La respondí.

La cena terminó lentamente, como si ninguno quisiera que el momento se agotara demasiado pronto. Las copas se fueron vaciando y las risas eran cada vez más suaves, más bajas, casi susurradas. Irina se levantó la primera, deslizando su silla hacia atrás con un movimiento elegante, y propuso llevar las bebidas al salón para estar “más cómodos”.

“Más cómodos” en boca de Irina siempre significaba algo más que cambiar de sitio.

Katia me tomó de la mano antes de que yo me levantara, como asegurándose de que no me escaparía, y su mirada, esa mezcla de timidez inicial y decisión recién estrenada, me atravesó por completo. Se levantó despacio, dejando que su vestido rojo cayera como una lámina de seda alrededor de sus piernas, y caminó delante de mí hacia el interior de la casa. No había prisa en sus pasos, y tampoco la necesitábamos.

Llegamos al salón. Irina había bajado las luces, dejando luz tenue que hacía que la piel se viera más suave, más cercana. Las ventanas estaban abiertas y entraba el aire tibio de la noche mezclado con olor a césped húmedo.

Katia se acomodó justo en el centro del sofá, las piernas cruzadas, el vestido ajustándose a su cuerpo como si hubiera sido diseñado para ese gesto. Me miró desde allí, con la barbilla ligeramente inclinada, y palmeó el espacio a su lado. Una invitación clara para que me sentara a su lado.

Javier tomó asiento en un extremo del sofá Chaise longue , relajado, expectante. E Irina se colocó junto a él y al lado de Katia, apoyando las manos sobre su pecho de Javier, con esa expresión felina que tenía cuando algo la excitaba más de lo que quería admitir.

Katia se inclinó hacia mí, como si fuera a decir algo al oído, pero no dijo nada. Simplemente dejó que su aliento rozara mi cuello. Fue más efectivo que cualquier frase.

Irina acercó un poco la cabeza hacia la de Katia y murmuró algo en estonio. Era un murmullo lento, musical, que no entendí… pero se notaba en la forma en que Katia cerró los ojos un instante que el mensaje había sido bastante claro.

Katia abrió los ojos, me miró, y sonrió con una mezcla de excitación y desafío.

“Dice que…” —comenzó.

Pero Irina la interrumpió con otro comentario en su idioma, aún más corto. Katia se rió, mordiéndose la esquina del labio.

“Dice que no te lo traduzca todavía” —dijo al final, mirándome con una chispa traviesa—. “Que es más divertido si lo descubres tú”.

El ambiente estaba tan cargado que casi podía sentirse en la piel. El silencio que siguió no era vacío: estaba lleno, lleno de lo que estaba a punto de pasar, de miradas que hablaban más que las palabras, de respiraciones que se volvían un poco más profundas.

Y entonces Irina, con un gesto lento, muy medido, quiso ser la que marcara el siguiente paso.

Se acercó más, se inclinó entre Katia y yo… y dijo con una sonrisa que anunciaba la noche:

“Creo que todos sabemos que esto no ha hecho más que empezar”.

Pusimos música suave, que envolvía el ambiente sin llamar demasiado la atención, y seguimos charlando entre bromas y comentarios subidos de tono. El calor de la noche, las copas y la complicidad hicieron el resto. Pronto, sin que nadie lo forzara, fueron las chicas quienes empezaron a juguetear entre ellas, primero con risas y miradas cómplices… luego con un atrevimiento que nos dejó a Javier y a mí completamente encendidos.

Irina se colocó detrás de Katia y deslizó las manos por sus hombros, apartándole el pelo hacia un lado con un gesto lento, casi reverente. Acercó los labios a su cuello y comenzó a besarlo con una suavidad que erizaba la piel solo de verlo. Los latidos de ambas se aceleraron, y nosotros dos lo sentimos como si nos atravesara un hilo invisible que iba directo a la sangre.

Entre risas y susurros apenas audibles, Irina fue desnudando a Katia con una delicadeza provocadora hasta dejarla completamente desnuda y expuesta ante nosotros. Su cuerpo, todavía marcado por el sol suave de los últimos días, se veía increíble. Poco le duró la ventaja, Katia correspondió y desnudó a Irina, dejándonos contemplar a las dos en una escena que servía de combustible puro para los cuatro.

Irina comenzó a recorrer el cuerpo de Katia con los labios, dedicándose a cada curva con una calma que tenía algo de devoción y algo de travesura. Su boca pasó por sus pechos, por su vientre, descendiendo con una intención clarísima. Katia abrió ligeramente las piernas, dejándose llevar, y el movimiento de su respiración dejaba claro lo mucho que estaba sintiendo. Su cuerpo empezó a temblar hasta que, incapaz de contenerse, llegó al orgasmo con un gemido profundo que inundó la sala, dejándonos a todos al borde del delirio.

Irina, todavía con la respiración entrecortada, gateó hasta Javier, que observaba la escena desde el sofá completamente hipnotizado. Sin dejar que él dijera una palabra, se acomodó entre sus piernas y lo tomó con decisión, marcando así el siguiente paso del juego.

Katia, aún recuperándose, vino hacia mí. Se sentó sobre mis piernas con una intención que no dejaba lugar a dudas, me tomó por el cuello y me besó con una intensidad nueva, hambrienta. Noté cómo guiaba mi cuerpo al suyo con absoluta naturalidad, completamente entregada al momento. Sus movimientos se fueron volviendo más fluidos, más demandantes, más cargados de deseo, mientras sus labios buscaban los míos una y otra vez.

A partir de ahí, la noche fue una mezcla de caricias, piel, risas entrecortadas y un deseo que parecía no agotarse. Nos entregamos los cuatro sin prisas, disfrutando de cada cruce, de cada gesto, de cada instante que se alargaba casi hasta el amanecer.

Al final, agotados y satisfechos, Katia y yo nos quedamos a dormir allí. Acabamos los dos juntos en la misma cama, todavía con el eco de la noche resonando en nuestros cuerpos, la respiración sincronizada y esa sensación cálida de haber vivido algo que difícilmente se olvida.

A la mañana siguiente, el sol se colaba por las rendijas de la persiana con una suavidad casi cómplice. Katia dormía a mi lado, tranquila, envuelta en las sábanas y en el recuerdo tibio de la noche anterior. Por un instante me quedé observándola, sintiendo esa mezcla de agotamiento y satisfacción que solo dejan las experiencias intensas y bien vividas.

Desde el salón llegaban voces bajas: Javier e Irina se movían despacio, como si tampoco quisieran romper la calma. La casa olía a café recién hecho y a algo que solo podría llamarse “buen rollo”, como si los cuatro hubiéramos dejado algo de nosotros en el aire, pero sin peso, sin dudas, sin complicaciones… solo un recuerdo que se quedaría guardado en un rincón especial.

Cuando Katia abrió los ojos y me sonrió medio dormida, entendí que aquella noche no había sido solo deseo. Había sido conexión, confianza y un juego compartido que hacía que todo se sintiera natural.

Nos levantamos despacio, sin prisas. El día nos esperaba fuera, pero la sensación de lo vivido aún nos acompañaba por dentro, como un secreto agradable del que ninguno quería desprenderse.

Katia y yo mantuvimos el contacto durante dos años, aunque nuestros caminos nos llevaron a lugares diferentes. A pesar de la distancia, nunca dejamos de hablarnos; mensajes, llamadas y recuerdos compartidos mantenían viva la conexión que habíamos forjado aquella primera noche.

<<<<<<<  Relato revisado a noviembre de 2025

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