El reencuentro

Después de un tiempo viviendo en Madrid, mi trabajo allí llegó a su fin y regresé a mi ciudad, a mi barrio de siempre, donde volver a cruzarme con los vecinos de toda la vida resultaba casi reconfortante.

De vuelta en mis rutinas, retomé esas pequeñas costumbres que había dejado aparcadas: las compras rápidas en la pequeña tienda de Angelito, ese comercio que siempre tiene de todo y abre incluso los domingos y, sobre todo, el café de las mañanas en la cafetería de la plaza. Ese café donde se desarrolla este relato.

Solía pasar cada mañana antes de ir a la oficina. Aparcaba el coche al lado, dejaba el maletín dentro y entraba a tomarme un café con calma. Después de más de seis meses sin aparecer, al abrir la puerta me encontré con la sonrisa de Ainhoa. Salió de detrás de la barra, tan espontánea como siempre, me dio dos besos y empezamos a ponernos al día: “¿Qué tal todo? ¿Cuánto tiempo te quedas? ¿Qué tal Madrid?”.

Ainhoa era la propietaria. Ese día estaba acompañada por otra chica que no conocía, nueva ayudante desde hacía un par de meses.

Ainhoa siempre había sido una chica guapilla, de esas mujeres naturales que no necesitan esforzarse para resultar agradables. Andaría por los treinta y cinco, morena, cuerpo normal tirando a rellenito, metro sesenta y cinco de altura y un carácter encantador. Siempre con una sonrisa, siempre con ganas de conversar.

Esa mañana éramos solo cuatro personas en el local, así que Ainhoa aprovechó para sentarse un momento conmigo. Me puso al día de los chismes del barrio y recordamos viejos tiempos entre risas. Le conté algo de Madrid… aunque sin entrar en algunos detalles. Se me pasó la media hora sin darme cuenta, y aunque estaba muy a gusto, tuve que marcharme.

En apenas una semana volví a la rutina: cada mañana, a la misma hora, entraba en la cafetería. Café, bollo, un vistazo al diario, unos minutos de charla con Ainhoa… y camino al trabajo. Por las tardes también pasaba a veces, aunque menos, porque solía trabajar desde casa.

Hasta que un día todo cambió, gracias a un desastre de mí compañía telefónica.

Me habían cambiado de ADSL a fibra y me dejaron sin servicio. Una avería que se alargó una semana entera. Como la cafetería tenía wifi, bajé a tomar algo y le pregunté a Ainhoa si le importaría que trabajara un rato en una mesa del fondo.

“¡Para nada!” —me respondió sonriendo—. “Quédate todo lo que necesites”.

Así que monté mi puesto improvisado con el portátil y me instalé allí varias tardes, de tres a cuatro horas cada día. Y, la verdad, no estaba tan mal: un café, alguna cervecita con limón y la visita ocasional de Ainhoa, que cuando el local se quedaba tranquilo se sentaba un momento conmigo para charlar.

Nuestra confianza venía de tiempo atrás, pero esos días hicieron que la conociera un poco más. Me contó que había estado saliendo con un chico, pero el trabajo le consumía tanto tiempo que la relación se fue apagando. Llevaba más de un año sin pareja… lo cual me sorprendía, porque con lo alegre, simpática y espontánea que era, no imaginaba que estuviera sola.

Y conforme pasaban los días, Ainhoa se iba soltando más conmigo. En medio de las charlas, entre cafés y ratos de trabajo, empezaron a salir comentarios picantones, pequeñas bromas con doble sentido, miradas que duraban un segundo más de lo habitual.

Ese tipo de gestos que no dicen nada abiertamente… pero lo insinúan todo.

La cafetería cerraba a las diez de la noche. Yo solía estar allí desde las cuatro hasta, como mucho, las ocho y media. Era jueves, y esa tarde llegué algo más tarde de lo normal; serían las cinco y media cuando me estaba pidiendo el café.

—“Te estaba echando de menos… pensé que hoy no venías” —me dijo Ainhoa con una sonrisa que se notaba sincera.

Se me ha complicado la tarde, pero aquí me tienes” —respondí mientras dejaba el portátil en mi mesa habitual.

Me puso el descafeinado de siempre y fui a ocupar “mi” sitio del fondo, ese pequeño rincón que ya casi parecía una sala de trabajo privada.

La tarde estaba tranquila. Apenas entraba gente, lo suficiente para que ella se mantuviera ocupada, pero sin agobios. A media tarde, viendo que el local estaba casi vacío, Ainhoa se sirvió un refresco, salió de detrás de la barra y se sentó a mi lado.

—“No te quiero molestar… si eso me dices, ¿eh?” —me comentó con un gesto tímido, pero sin dejar de sonreír.

No, tranquila, Ainhoa. Solo estoy revisando unos contratos para enviarlos, nada que exija demasiada concentración”.

Charlamos un rato. Me comentó que las tardes de verano solían ser así, muy flojas, y que seguramente si para las nueve no entraba nadie más empezaría a recoger.

“¿Tú tienes algo que hacer luego?” —me preguntó.

“Pues lo de siempre: cerrar e ir a casa. Sofá y tele… lo de todos los días” —añadió con un suspiro entre resignado y divertido.

Fue entonces cuando se me ocurrió proponerle algo.

¿Qué te parece si te invito a cenar? Para agradecerte el cable que me has echado estos días”.

Ainhoa abrió los ojos un instante, sorprendida, pero no tardó en devolverme una sonrisa cálida.

—“Me gustaría mucho… pero si voy a casa a cambiarme y luego tengo que volver, me va a entrar la pereza”.

Vivía en otro barrio, a diez minutos en coche.

Entonces te propongo otra cosa”, dije apoyando los codos en la mesa.
“¿Y si pedimos comida al chino del barrio y cenamos en mi casa? Así no tienes que ir y volver”.

Ainhoa me miró un par de segundos, como si estuviera comprobando si hablaba en serio. Luego asintió, y la sonrisa que se le dibujó iluminó más que las lámparas del local.

—“Me parece estupendo… sí, me apunto”.

El ambiente cambió casi de inmediato. Ella se levantó con energía y empezó a recoger la barra con una agilidad que no le había visto en toda la semana. Estaba claro que tenía ganas de que llegara la cena… y yo también.

A eso de las nueve y media ya estaba todo recogido. Ainhoa se quitó el delantal, dejó las llaves en el bolso y, con una expresión mezcla de alivio y expectación, me dijo:

—“Cuando quieras, nos vamos”.

Como vivía en el mismo bloque, tardamos apenas unos minutos en llegar a mi puerta.

¿Te pongo un vino mientras pedimos y llega la cena?” —le pregunté al entrar.

—“Me encantaría. ¿Qué vino tienes?”

Un Beronia Reserva, ¿te va bien?”

Perfecto —respondió sin pensárselo.

Llamé al chino del barrio y pedí varios platos para compartir. Mientras esperábamos, nos sentamos en el sofá del salón con nuestras copas recién servidas.

Ainhoa, siéntete como en tu casa. Nada de cortar esa gracia y simpatía que tienes, ¿eh?”

Ella soltó una risa suave, de esas que nacen solas.

—“¡Qué adulador eres! Tranquilo, que estoy muy a gusto”.

La comida tardó apenas veinte minutos en llegar. Preparé la mesa del salón y metí la botella de vino en una cubitera que ya teníamos fría. La cena fue ligera, divertida, con esa mezcla perfecta de confianza y descubrimiento. Yo la conocía de verlo todo desde la barra de la cafetería: simpática, siempre con energía. Pero fuera de allí… era otra historia. Era espontánea, provocativa cuando quería, y no le temblaba la voz para lanzar algún comentario provocador solo para ver cómo reaccionaba yo.

Después de recoger la mesa, volvimos al sofá.

¿Te apetece un gin-tonic?” —le pregunté.

—“Si lo preparas bien… sí”.

Pues mira, tengo uno de mis favoritos, Puerto de Indias Strawberry, con tónica Original Cherry y unas frutas del bosque. Te va a encantar”.

—“Eso me gusta… uauh”.

Preparé las copas con calma, dejándome llevar por la sensación de que la noche aún tenía mucho por decir. Brindamos, acercamos los labios al cristal frío y dimos un primer trago, saboreando juntos el dulzor suave y el punto fresco de la mezcla.

El ambiente comenzó a cambiar, casi sin que ninguno de los dos tuviera que decir nada.

Después de un buen rato de risas, bromas y esa tensión juguetona que llevaba rato flotando en el ambiente, Ainhoa tomó iniciativa. No voy a decir que me pillara por sorpresa, sus tiradas picantes ya marcaban el camino, pero aun así el gesto tuvo algo de impulsivo, de valiente.

Se inclinó hacia mí y me besó.
Un beso directo, decidido. Un beso que yo le devolví sin pensarlo, dejando que nuestras lenguas se buscaran, se rozaran y se enredaran con un ritmo que subía la temperatura del salón.

Ainhoa estaba desatada, como si se hubiera quitado un peso de encima. Sus manos, temblorosas de emoción más que de nervios, bajaron hasta los botones de mi camisa y, en cuestión de segundos, la tenía abierta. El aire fresco de la habitación chocó con el calor que ya empezábamos a desprender.

Pasó la yema de los dedos por mi pecho con una mezcla de curiosidad y hambre contenida. Después, sus labios volvieron a mi cuello, dejando un rastro cálido, lento, que descendía poco a poco. Acabó atrapando uno de mis pezones entre sus labios, jugando con él con una suavidad que tenía algo de descaro y algo de ternura al mismo tiempo.

Yo respiré hondo, sintiendo cómo la noche daba un giro definitivo.

No había prisa.
Solo esa sensación deliciosa de estar cruzando una frontera que los dos llevábamos días quizás semanas tanteando.

Ainhoa se echó un poco hacia atrás, mirándome con esa mezcla de nervios y decisión que solo aparece cuando alguien lleva tiempo deseando dar un paso. Con movimientos ágiles, se desabrochó la blusa y la dejó caer a un lado. Después, sus dedos fueron directos al cierre del sujetador, que se abrió casi sin resistencia, revelando por fin su pecho.

Eran preciosos, generosos y suaves, y no pude evitar acariciarlos con ambas manos, disfrutando del peso cálido que tenían y de la manera en que respondían a cada roce. Ainhoa soltó un suspiro que me recorrió entero.

Ella, completamente lanzada, llevó sus manos a mi entrepierna y me desabrochó el pantalón, apartando lo justo para buscar lo que quería. No tardó en encontrarlo y tomar mi polla como su trofeo. Su expresión, entre traviesa y satisfecha, me arrancó una sonrisa.

Se inclinó hacia mí, con la mano se la llevó a la boca, la lengua comenzó un recorrido explorando con calma, sin prisa, con movimientos lentos y amplios. Sus labios, su aliento, el ritmo lento y consciente… todo formaba una caricia que se intensificaba. Yo sentía el roce de sus dientes, la caricia de la lengua jugando y pronto pase al estado de erección, la mano y la boca llevaban una buena coordinación de movimientos, sabía muy bien lo que hacía, me sorprendió mucho su juego oral.

Ainhoa sabía exactamente cómo jugar con la tensión, cómo combinar sus manos y su boca para hacer que la temperatura subiera de golpe. Era evidente que tenía experiencia en este tipo de juegos… pero también había algo más: una implicación real, un disfrute genuino que hacía que cada segundo fuera más intenso.

Me sorprendió.
Y me encantó.

Ainhoa quedó unos segundos suspendida un estado entre el temblor y el respiro entrecortado, completamente a merced de lo que sentía. Aproveché ese momento para incorporarme y tomar el control. Me coloqué detrás de ella y, con una mano firme en la parte baja de su espalda, la guié hasta que quedó de rodillas, apoyada en el sofá. La postura la dejó expuesta, vulnerable… y al mismo tiempo increíblemente poderosa en su entrega.

Me acerqué más a ella, tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su piel. Deslicé mis dedos por el interior de sus muslos hasta llegar a tocar su húmedo clítoris y ella reaccionó con un sobresalto suave, como si una descarga la recorriera. El contacto se volvió un juego lento, profundo, donde cada caricia de mis dedos jugueteando aumentaba la tensión que ya llenaba la habitación. Su cuerpo respondía una y otra vez, convulsionando en pequeños espasmos de placer que no intentaba ocultar.

La forma en que se rendía, la manera en que buscaba más, hacía que el ritmo entre ambos se volviera más intenso. Su coño más abierto y húmedo, su flujo impregnaba mi mano. Sus manos se aferraron al borde del sofá, su respiración se volvió errática, y cada movimiento que compartíamos elevaba la temperatura del momento hasta hacerla casi insoportable.

Cambié la posición colocando mí cuerpo tras del suyo y fui penetrando suavemente su coño, escuché el gemido ahogado que se le escapó sin querer. La tomé con firmeza, guiándola, y ella respondió sin dudar, entregándose con una mezcla perfecta de deseo y necesidad. Su cuerpo vibraba, se arqueaba, se tensaba con cada impulso, cada avance, cada embestida de la tensión creciente que compartíamos. Las oleadas de placer la sacudían en golpes bruscos que no podía controlar.

En un momento, me tumbé y ella se colocó sobre mí, con la mi polla y la guió hacia sus muslos, decidida, dueña de la situación. Me tomó con una seguridad que me encendió por completo y empezó a moverse, primero lento, después con un ritmo decidido que hacía evidente cuánto lo estaba disfrutando. Su expresión lo decía todo: placer puro, sin filtros, sin frenos. Cuando alcanzó el siguiente orgasmo, se detuvo de golpe, convulsionando sobre mí mientras me agarraba con fuerza antes de caer sobre mi pecho y buscar mi boca con desesperación.

El encuentro fue intenso, explosivo, inolvidable. Nos quedamos un buen rato tumbados en el suelo, hablando entre risas, con la respiración todavía irregular. Más tarde, cuando decidió quedarse a dormir, la energía volvió a encenderse entre nosotros y terminamos reencontrándonos de nuevo, con la misma hambre que antes.

A la mañana siguiente me desperté con su presencia, suave pero intencionada, y no me costó nada dejarme arrastrar por las sensaciones hasta que me rindió por completo. Ainhoa salió hacia su trabajo con una sonrisa victoriosa.

En la cafetería, como cada mañana, me recibió con un “buenos días” cargado de complicidad. Nadie podría imaginar lo que había pasado entre nosotros, pero bastaba una mirada para que los dos lo recordáramos.

Esa tarde, ya en mi último turno, me senté en mi mesa habitual. Ainhoa se acercó con un descafeinado… y un pastelito que yo no había pedido. Su sonrisa decía que aquello tenía un significado.

“¿Y eso?” —pregunté, levantando una ceja.

“Me apetecía traerte algo dulce” —respondió con una sonrisa que, por algún motivo, sentí directamente en la boca del estómago.

A esa hora apenas quedaban cuatro clientes más. La tarde tenía esa calma rara que a veces aparece incluso en viernes, como si todo conspirara para dejarnos el espacio justo a ella y a mí.

Se inclinó hasta casi rozar mi oído.
“Tienes libre esta noche” —susurró.

“¿Tienes pensado algo?” —le devolví la pregunta, disfrutando del juego.

“No” —sonrió—, “pero me dejo llevar. Si te apetece. Me he cogido fiesta mañana por la mañana. Hoy sí que me gustaría ir a cenar… pero te invito yo”.

“Ok”. Termino pronto y me preparo para la noche. “¿Te parece?”

“Me parece” —dijo mordiéndose el labio inferior, apenas un segundo—. “Yo también cerraré pronto, voy a casa, me arreglo… y quedamos”.

Terminé sobre las siete. Al salir, levanté la mano para despedirme y ella me respondió con una sonrisa que tenía algo de promesa y algo de complicidad.

A las nueve me llamó. Su voz sonaba distinta, más suave, más cálida.
Quedamos en vernos a las diez en un restaurante.

Y…
…esa parte la dejamos para el siguiente.

<<<<<<<  Relato revisado a noviembre de 2025

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