José y Marta

Los viernes por la tarde-noche tengo la costumbre de escaparme un rato a una terraza del barrio. Me gusta ese momento en el que el día empieza a aflojar y la luz se vuelve más suave, el ambiente relajado, las primeras cervezas frías y las conversaciones que siempre terminan alargando la noche más de lo previsto.

Era finales de junio, ese punto del año en el que el calor invita a quedarse en la calle. Al llegar a la terraza vi que mis amigos, Carlos y Sara, ya estaban allí. Con ellos estaba un chico que no conocía, aunque me sonaba de haberlo visto por el barrio. Me lo presentaron: José. Me senté a su lado y enseguida la conversación fluyó con naturalidad. Era simpático, cercano y con ese punto de humor tranquilo que hace que uno se sienta cómodo desde el primer minuto.

Como Carlos y Sara son liberales, era inevitable que en algún momento la conversación derivara hacia el ambiente. Entre risas, anécdotas y confidencias, me enteré de que ellos ya habían tenido algún encuentro con José y su pareja, Marta. Eso, lejos de incomodar, le dio a la charla un matiz más picante, más abierto… como suele pasar en estas mesas donde todo el mundo se siente libre de hablar sin filtros.

José rondaba los cuarenta y pocos, moreno, de complexión normal y con una mirada viva y tranquila. Conversar con él tenía algo agradable, una mezcla de confianza y curiosidad. La tarde se fue animando, la terraza empezaba a llenarse, y entre todos decidimos cenar dentro, en la zona del restaurante.

José llamó a su pareja y, media hora después, Marta se unió a nosotros. Su presencia cambió el ambiente de inmediato. Era una mujer morena, unos treinta y cinco años, con curvas suaves y un cuerpo que transmitía una sensualidad natural, sin esfuerzos. Tenía ese atractivo cálido que no necesita artificios. Una sonrisa bonita, una forma de mirar que parecía detenerse un segundo más de lo normal, como si observara antes de hablar.

Cuando se sentó, la mesa ganó una energía distinta. Marta saludó a todos con un gesto cercano y se acomodó junto a José, pero la forma en que interactuaba —su voz, su risa, la manera en que apoyaba la mano sobre el brazo de él al hablar— tenía algo más íntimo, más insinuante. No era provocación, sino esa familiaridad entre dos personas que se entienden con una mirada… y también ese toque de complicidad al saber que están rodeados de gente que no se escandaliza por nada.

Yo la observaba de forma discreta, dejando que la conversación siguiera su ritmo, pero sintiendo cómo ella iba ocupando su espacio en el ambiente, envolviéndolo con una mezcla de simpatía y un leve magnetismo que se hacía notar sin necesidad de exagerar nada.

Y así, entre platos, risas y copas que se iban llenando, la noche parecía preparar algo sin decirlo en voz alta.

Carlos y Sara, como siempre, estaban en su línea. Bastaban un par de copas para soltarse y volverse juguetones. Sara se había sentado a mi derecha y, fiel a su estilo, no tardó en empezar con sus insinuaciones y caricias fugaces que iban y venían entre mis piernas. Tenía esa forma de tocar, de insinuar, que encendía el ambiente sin necesidad de decir nada.

A mi izquierda estaba Marta, más reservada al principio, quizás porque no me conocía. Pero Sara, que era una auténtica lianta, se dedicó a provocarla, a soltar comentarios picantes que hacían que Marta se pusiera roja a cada rato. Era una mezcla curiosa: vergüenza, curiosidad y ese brillo que aparece cuando alguien se siente observado de un modo distinto.

Las manos de Sara no paraban, y cada gesto suyo parecía contagiarle algo a Marta. Al principio rehusaba, tímida, pero la tensión iba creciendo. Entre bromas, toques y miradas, Marta terminó dejándose llevar por Sara y perdía su mano por mí entrepierna, participando en el juego sin necesidad de palabras. No era lo que hacía, sino cómo lo hacía: con esa mezcla de nervios, deseo y sorpresa hacia sí misma.

La noche continuó subiendo de tono. Al final, acabamos los cinco en un local de ambiente, donde las luces bajas y la música envolvente terminaron de desinhibir a todos. No voy a entrar en detalles, pero digamos que la energía nos arrastró a un reservado donde cada uno se dejó llevar por completo. Fue una bacanal en el sentido emocional del término: un desbordamiento de libertad, deseo y complicidad grupal.

Pasaron los días. Un jueves por la tarde recibí una llamada de José. Quería que quedáramos a tomar algo y charlar con calma. Acepté sin pensarlo mucho; había algo en su tono que me despertó curiosidad.

Esa misma noche quedamos en un bar del centro. Llegué diez minutos antes —suelo hacerlo, me gusta sentir que controlo el tiempo— y pedí un refresco. El local estaba lleno, ruidoso, así que me senté en una mesa más apartada, desde donde podía ver el movimiento sin estar metido en él. Me acomodé, respiré y dejé que el ambiente me envolviera.

A las nueve en punto, José apareció por la puerta. Lo vi enseguida. Le hice una señal con la mano y se acercó a la mesa, con esa calma y esa seguridad suya que parecían decir que venía con algo importante que contar.

“¡Pido algo y me siento!” Me comento.

José pidió una caña y, en cuanto el camarero se la dejó en la mesa, se acomodó frente a mí como si necesitara ese pequeño empujón de alcohol para terminar de soltarse. Al principio charlamos de forma distendida: lo bien que se lo habían pasado la noche anterior, lo inesperado que había sido todo, lo natural que fluyó entre los cinco. Se notaba que José estaba más relajado que el día anterior; la confianza se le notaba en la mirada, en la forma de apoyarse en la mesa, incluso en la manera de elegir las palabras.

Poco a poco la conversación fue pasando a otro terreno. Me habló de lo que a ellos, como pareja, les atraía de verdad. Me confesó que, aunque habían tenido un par de encuentros con otras parejas, casi siempre habían sido experiencias superficiales. Sexo y poco más. Y aunque eso podía estar bien en algunos momentos, a ellos se les quedaba corto. Sentían que faltaba algo: intensidad, complicidad, dirección… un “algo” que no terminaban de encontrar.

Cuando mencioné el club —el que no hacía mucho había tenido que cerrar— la charla se volvió aún más interesante. Le conté algunas de las propuestas más peculiares que habían surgido allí, las fiestas privadas que organicé, y cómo muchas parejas acudían no solo para divertirse, sino para explorar lo que no sabían cómo iniciar por su cuenta.

José escuchaba con atención, con esa mezcla de inquietud y apetito que tienen quienes se asoman a un mundo que ya les llama desde dentro. Fue entonces cuando mencionó a Marta, y lo que a ella realmente la encendía. No entró en detalles, pero dejó claro que sus gustos iban en una línea más intensa, más directa… y que lo que encontraban por ahí era demasiado suave, demasiado tímido para lo que buscaban explorar juntos.

“No tenemos mucha experiencia” —admitió él—. “Y nos vendría bien un poco de… guía”.

Lo dijo sin vergüenza, con sinceridad. Esa honestidad me sorprendió, y al mismo tiempo me hizo entenderlo todo. No buscaban solo diversión; buscaban avanzar, descubrir, encontrar una forma de expresarse que hasta ahora no habían sabido canalizar.

La propuesta me gustó. Era el tipo de situación que había vivido muchas veces cuando dirigía los locales de intercambio: parejas con ganas, con química, con deseo, pero sin herramientas, sin alguien que supiera leer el ambiente, los ritmos, los límites y las posibilidades.

Acepté reunirme con ellos el sábado siguiente en su casa para hablar, para ver dónde estaban realmente sus intereses, qué buscaban, qué les encendía y qué les daba respeto. Para empezar desde ahí.

José sonrió, esa sonrisa mezcla de alivio y expectación que deja claro que se acaba de abrir una puerta que llevaba tiempo queriendo cruzar.

Llegó el día esperado. La tarde anterior, José me llamó para confirmar la cita; le aseguré que estaría puntual. Me comentó que Marta estaba especialmente nerviosa, ansiosa, emocionada y que llevaba varios días con esa energía típica de quien espera algo que no termina de imaginar, pero que desea que llegue cuanto antes.

A las nueve de la noche, crucé la puerta de su casa. Me recibieron con calidez: José me saludó con un cálido abrazo amistoso y Marta, sonriente, me dio un par de besos. Pasamos a una sala realmente acogedora. Un sofá grande, mullido, de esos que invitan a sentarse sin prisa, frente a él una televisión de gran tamaño, y el resto del espacio lo completaban los muebles de salón y una mesa apartada al fondo, dejando la estancia abierta y cómoda.

Se notaba cierta electricidad en el ambiente, esa mezcla de nervios y ganas que flotaba en los gestos y las miradas, presagiando que la noche tenía mucho por descubrir aún desde la complicidad y el deseo sutil.

Llegó el día esperado. La tarde anterior, José me llamó para confirmar la cita; le aseguré que estaría puntual. Me comentó que Marta estaba especialmente nerviosa, muy ilusionada y que llevaba varios días deseando que por fin llegara el sábado.

A las nueve de la noche, crucé la puerta de su casa. Me recibieron con calidez: José me saludó con un abrazo amistoso y Marta, sonriente, me dio un par de besos. Pasamos a una sala realmente acogedora. Un amplio sofá ocupaba un lateral, frente a él una televisión de gran tamaño, y el resto del espacio lo completaban los muebles de salón y una mesa apartada al fondo, dejando la estancia abierta y cómoda.

Se notaba cierta electricidad en el ambiente, esa mezcla de nervios y ganas que flotaba en los gestos y las miradas, presagiando que la noche tenía mucho por descubrir aún desde la complicidad y el deseo sutil.

Mientras me acomodaba en el sofá, José se levantó y se dirigió a la cocina para traer unas cervezas. Marta, por su parte, permaneció conmigo, sentada con gracia sobre una mesita frente a mí, acompañándome mientras aguardábamos. Su nerviosismo era evidente, la inquietud asomaba en sus movimientos, muy distinto al aire de tranquilidad que mostraba José, quien parecía disfrutar cada momento con naturalidad.

Marta llevaba un vestido rojo ajustado de una sola pieza que realzaba su figura, medias negras y unos zapatos rojos de punta. Sentada con las piernas semi cruzadas, dejaba entrever los ligueros rojos, detalle que sumaba a su imagen una sensualidad irresistible. A pesar de sus nervios, se mostraba cercana y receptiva. En el breve tiempo que José tardó en regresar con las cervezas, tuvimos ocasión de charlar un poco. Como ya existía cierta confianza, Marta se animó y se soltó más que la primera vez, permitiéndome disfrutar de su conversación y esa complicidad que poco a poco iba creciendo en el ambiente.

El ambiente estaba cargado de una tensión excitante y la forma en que Marta estaba sentada, jugando con el cruce de sus piernas, resultaba sumamente tentadora. Sin poder evitarlo, llevé mi mano suavemente sobre su pierna derecha, sintiendo la calidez de su piel a través de la fina media. Ella, con una leve sonrisa nerviosa, permitió que apartara su otra pierna apenas un poco, dejando a la vista la sensualidad de su entrepierna.

¡Tangita negra, me encanta lo que veo, que ganas tengo de quitártela de un bocado!”

Marta se mordía el labio inferior y su cara comenzaba a reflejar deseo.

Ese momento de complicidad silenciosa, las miradas cruzadas y la cercanía, aumentó el deseo y la expectación justo cuando escuchamos a José regresar con las cervezas, añadiendo un toque de picardía y secreto a la situación.

José se acomodó junto a mí en el sofá y, con gesto amistoso, me pasó una cerveza fría.

“¿Qué te parece cómo está hoy?” —me preguntó, lanzando una mirada cómplice hacia Marta.

“Está potentísima y muy atractiva” —respondí, sin ocultar mi admiración.

La conversación fue tomando un tono más atrevido y sincero. Hablamos abiertamente sobre gustos y fantasías, especialmente sobre lo que más excitaba a Marta. Para ilustrar sus preferencias, me mostraron algunos videos cortos con escenas bastante fuertes, dejando claro lo que le gustaba y deseaba.

Me animé a preguntar directamente a Marta si realmente buscaba experimentar algo parecido a lo que veíamos en los videos y si estaba preparada para una experiencia así.

“Lo estoy deseando, no me da miedo en absoluto” —aseguró con convicción, su mirada llena de expectación.

José, atento y cuidadoso, quiso dejar claro un último detalle:

“Recuerda que es solo un juego de sexo. Si en algún momento te sientes incómoda, paramos” —dijo, reafirmando la importancia de la confianza y el respeto en todo momento.

Me aseguré de que, como siempre, hubiera un acuerdo previo claro sobre cómo actuar y cuándo detenernos si en algún momento Marta sentía que había llegado a su límite. Pactamos una palabra de seguridad, sencilla y efectiva, que serviría para parar cualquier cosa al instante si ella lo necesitaba. Le comenté que yo comenzaría tomando la iniciativa y que después José podría ir asumiendo el mando gradualmente según el ritmo del juego.

El juego de BDSM me atrae, pero siempre dentro de unos límites: no había lugar para escenas violentas, ni sangre, ni tortura, ni situaciones desagradables o daño físico. Para mí, lo importante era el respeto mutuo y el placer compartido, explorando la sensualidad y el juego erótico que esta práctica ofrece, tanto en pareja como en grupo.

Después de un tiempo entre videos, conversación y risas, el ambiente estaba completamente distendido y la confianza era total. Mirando a Marta con una sonrisa, le pedí que se pusiera en pie y nos mostrara con una vuelta cómo lucía esa noche. Marta se levantó despacio, su actitud entre tímida y provocadora, dejando que la admiráramos y celebráramos su belleza y seguridad, preparando el terreno para un juego cargado de deseo y complicidad.

“Marta, a partir de ahora no quiero ni una sola palabra tuya” —le indiqué, estableciendo el silencio como parte del juego y de la entrega al momento.

Luego, mirando a José, le guiñé con complicidad:

“José, olvídate de que es tu mujer; ahora, durante nuestras reglas, es una muñeca con la que vamos a jugar”.

Ambos asintieron con una sonrisa, aceptando el cambio de roles y el ambiente de juego sensual y controlado que se había establecido, listos para explorar juntos y respetando siempre los límites pactados.

Me levanté del sofá, acercándome a Marta con decisión y calma. Traía conmigo una bolsa con algunos accesorios que podrían hacer la experiencia más interesante: cuerdas, esposas, tirantes, todo cuidadosamente elegido y listo, por si en algún momento lo queríamos usar para intensificar el juego y reforzar la entrega a la fantasía.

Me situé frente a Marta y, con delicadeza pero firmeza, tomé su barbilla entre mis dedos, guiando su mirada hacia la mía. El gesto era claro: el juego comenzaba, la complicidad y la confianza marcaban el ritmo, y tanto Marta como José se preparaban para dejarse llevar por la dinámica pactada.

¡Te voy a tratar como la zorrita que eres!”  la di un morreo que termino con mi lengua recorriendo su cara.

Deslicé mis manos por su cintura y, con un giro firme, coloqué a Marta de espaldas hacia mí, mostrándole a José el lado más travieso de la noche. De un solo movimiento, levanté su vestido rojo, dejando al descubierto su trasero perfectamente enmarcado por la fina tira de una tanguita negra. Las medias negras ascendían por sus piernas, sujetas por las ligas rojas, creando una escena difícil de olvidar.

Con mi mano izquierda en su espalda y la derecha apoyada en su abdomen, la llevé suavemente a inclinarse, hasta que su cuerpo formó una perfecta L frente a nosotros. La imagen resultante era hipnótica, repleta de sugerencia y deseo.

No pude evitar dejar que mi mano trazara una caricia más firme, seguida de un cachete juguetón que provocó el primer grito travieso de Marta, mezcla de sorpresa y excitación. Mis manos se turnaron luego para masajear sus nalgas, apretando y soltando como si fueran una masa tierna bajo mis dedos, haciendo que poco a poco tomaran un cálido tono rojizo.

¡Arranca el tanga de un tirón fuerte, no lo pienses!”  José con fuerza obedeció y dio un fuerte tirón llevándose con su mano la tanguita negra.

Acaricié con firmeza sus nalgas. Con cuidado, las tomé entre mis manos y, realizando una suave presión, las separé para resaltar la entrada de su culo y la sensualidad del momento.

¡Este culito está pidiendo que se le coma!”

José, se arrodilló detrás de Marta, y acercando su rostro a sus nalgas, comenzó a recorrer su culito con lametones y caricias, saboreando cada movimiento y haciendo que Marta no pudiera evitar pequeños suspiros de placer.

Cuando lo consideré adecuado, con delicadeza aparté a José y, tomando suavemente a Marta del pelo, le indiqué que se pusiera de rodillas frente a nosotros, lista para seguir explorando juntos el ritmo del juego.

¿Te gusta zorrita?”  Con mi mano en su barbilla levanté su cara y solté un pequeño cachete aun lado y seguido al otro.

“¡Te vamos a dar un aperitivo, te vas a comer unas buenas pollas y si lo haces bien te premiaremos!”

Abrí la bragueta y, tomé a Marta suavemente del pelo, guiando su rostro hacia mí. Ella, con entrega, recibió mi polla en su boca, y el ritmo se fue intensificando poco a poco. Durante un buen rato, sostuve el compás

Miré a José y le hice una señal para que se sumara de nuevo, quitándose la ropa y colocándose junto a mí.

“A ver qué tal lo haces ahora putita, disfruta, que hoy no tienes límite” —le susurré

Me aparté a un lado para dejar paso a José, quien ocupó mi lugar con energía, introduciendo su polla en la boca de ésta, intensificando aún más el juego, apenas dejábamos tiempo de recuperación. Aproveché para colocarme detrás de Marta y, llevando mi mano a su entrepierna, comencé a acariciar y jugar con su coñito, notando lo excitada que estaba.

Pronto, los efectos del juego se hicieron visibles en su cuerpo. Marta, entregada por completo al momento, empezó a doblar las piernas y su respiración se aceleró, hasta que las convulsiones delataban la llegada de un orgasmo profundo e intenso.

“¡No te he dado orden de relajarte, levanta las piernas!”

Era inevitable que su cuerpo reaccionara arqueándose. Cada vez que su deseo la encorvaba, yo la guiaba por la cintura para que volviera a erguirse, marcando el ritmo y recordándole que aquella noche no tenía que controlar nada. Su respiración era cada vez más irregular, entrecortada, llena de esa mezcla deliciosa de nervios y placer que la recorría de arriba abajo.

Mi mano recorría su cuerpo con firmeza, explorando, despertando cada zona sensible. Notaba cómo su cuerpo se tensaba al juego de mis dedos y buscaba más intensidad.

Me incliné sobre ella, acercándome a su oído, dejando que sintiera mi aliento y el peso de la situación. La tensión crecía como un pequeño terremoto interno que la hizo temblar por un instante. Mis dedos se movían por su coñito con un control calculado, jugando en el límite exacto entre lo que la desbordaba y lo que la mantenía pidiendo más sin decirlo.

Su cuerpo respondía con una claridad absoluta: cada músculo, cada suspiro, cada mínima contracción revelaba que se estaba abriendo, que estaba dejándose llevar más de lo que imaginaba. Y cuando sentí cómo toda la zona se volvía más receptiva, más relajada, más entregada… supe que el siguiente paso no sería físico, sino mental.

Ella dejó escapar un gemido ahogado, profundo, casi sorprendido, como si no se reconociera en la forma en la que estaba reaccionando. Una mezcla de pudor, placer y rendición la recorrió de golpe, José —desde su posición— observaba con los ojos muy abiertos, sin atreverse a intervenir todavía.

Su cuerpo estaba completamente abierto, receptivo, temblando entre mis manos. La excitación la recorría entera, yo también estaba al límite. Necesitaba sentirla más cerca, más directa, sin barreras.

Me aparté solo un instante para deshacerme de la ropa; volví a acercarme a ella y su cuerpo respondió antes incluso de que la tocara.

Me coloqué a su espalda, muy pegado, dejando que sintiera la presencia de mi cuerpo, que supiera lo que estaba a punto de recibir sin necesidad de verlo. La penetré de un golpe, el impacto de ese primer contacto la sacudió entera, dejando escapar un grito breve, casi sorprendido, una mezcla deliciosa entre sobresalto y placer que resonó en la habitación. Pasé mis manos a sus caderas, guiándola, marcando el ritmo, la atraje hacia mí con un movimiento firme, decidido, sin titubeos.

Su cuerpo se arqueó, se tensó, pero en ningún momento se apartó; al contrario, se aferró, dejándose llevar por la intensidad del momento.

José observaba, con la respiración contenida, consciente de que algo dentro de Marta se estaba desbloqueando de una forma que no habían explorado antes.

“¡Grita putita, así dará más gusto cabalgar sobre ti!”

Marta estaba completamente desbordada, entregada a cada gesto, a cada orden implícita, y José —igual de encendido que yo— la guiaba con un hambre que no le había visto la noche que nos conocimos.

Mi cuerpo estaba al límite, José se dejó caer en el sofá. La tomé del pelo para dirigirla hacia él, con la firmeza exacta que se había convertido ya en el lenguaje de esa noche. Acomodé a Marta sobre su cuerpo, José la recibió con un gesto ansioso, la polla de Jose penetro con facilidad y ella se dejó llevar sin oponer la menor resistencia.

Deslicé su vestido hacia arriba hasta quitárselo por completo. El sujetador negro cayó con un clic rápido y sus pechos quedaron al aire. José llevó las manos hacia ellos al instante, atrapándolos con una devoción que casi parecía necesidad.

Les di espacio, dejé que se perdieran en su propio ritmo mientras yo preparaba lo que vendría después. Marta estaba tan metida en la situación que parecía no tener ya conciencia de nada más que de lo que estaba sintiendo. Su cuerpo reaccionaba de forma instintiva, sin filtro, sin límites, absorbiendo cada estímulo que le llegaba.

Marta alcanzó un grado alto de excitación. Su cuerpo comenzó a temblar, como si una oleada de placer la atravesara. Se arqueó hacia atrás, con la espalda completamente tensa, la boca entreabierta y el rostro marcado por un orgasmo tan intenso que casi parecía que iba a desmoronarse.

Fue en ese instante cuando intervine.

La tomé del brazo y la levanté de encima de José. Ella estaba aún temblando, respirando entrecortado, sin poder contener la energía que la recorría. Lo que corría por sus piernas, en su expresión… era la prueba viva de lo que acababa de experimentar.

“¡Ven zorrita, no te relajes!”

 La llevé al centro de la sala, donde la mesa ya estaba preparada. Marta aún respiraba con dificultad, completamente entregada a la dinámica.

Le indiqué que se tumbara con el torso sobre la mesa, y obedeció sin dudarlo. Con calma fui sujetándole las piernas a cada pata de la mesa, dejando su cuerpo expuesto, vulnerable y perfectamente accesible. Sus brazos quedaron extendidos hacia delante, asegurados con cuerdas más largas que permitían una tensión firme.

Ya estaba lista.

La tensión cambió de golpe.

Entonces sí, dejé que mi tono se volviera más duro, pero dentro del marco del juego:

“¡Muy bien! ¡Lo que te hemos dado hasta ahora era solo un paseo!”

“Ahora empieza lo serio. Y vas a aguantar cada orden, ¿entendido?”

“Sí…”respondió ella, ya arqueando un poco el cuerpo por la anticipación.

Comenzamos con una primera tanda de azotes, secos y firmes, el tipo de golpes que más despiertan que duelen, pensados para marcar ritmo, no piel. José se acercó con un cinturón ancho, para darle una descarga más profunda, de esas que hacen que el cuerpo se tense y el deseo se active de inmediato.

Cada impacto resonaba en la sala con un golpe sordo, y los sonidos que Marta iba dejando escapar no tenían nada que ver con dolor real: eran gemidos de liberación, de entrega, de ese tipo de placer oscuro que solo aparece cuando el cuerpo se rinde a la intensidad.

Su respiración se aceleraba.
Sus muslos se contraían.
Su espalda temblaba bajo cada impacto.

Cuando consideré que ya habíamos alcanzado ese punto delicioso donde el cuerpo entra en el “subespacio”, levanté la mano indicándole a José que se detuviera.

Él estaba completamente encendido y Marta, aún más.

Me acerqué por detrás, pasé mi mano por su espalda lentamente, casi con ternura, contrastando con la dureza anterior. Su cuerpo reaccionó en alerta con un estremecimiento profundo, como si ese simple roce hubiera sido más intenso que los golpes.

Se giró lo justo para intentar mirarme, pero la posición no se lo permitía.

“No te muevas”le ordené.

José observaba, respirando fuerte, en tensión, esperando mi señal para poder volver a entrar en el juego.

“¡Ahora sí que lo estás pasando bien zorra!”  Comento José que aumentaba el ritmo de las envestidas.

“¡Te dejo que hables guarrita! ¿Te está gustando?»  La pregunte.

“¡Me encanta, así sí, quiero más!  Respondía

Me acerqué a su rostro y, sin decir nada, deslicé una venda sobre sus ojos. Sentir cómo su respiración cambiaba en el mismo instante, me confirmó que había entendido perfectamente lo que implicaba: perder el control, entregarse sin anticipar, dejar que cada sensación llegara sin aviso. Era justo lo que buscaba provocar.

Con la vista anulada, todo se amplificó: su oído estaba más alerta, su piel más reaccionaria, su cuerpo más receptivo. Marta tensó las manos contra las cuerdas, no para resistirse, sino porque la mezcla de incertidumbre y deseo la estaba atravesando con más fuerza de la que podía gestionar.

Tomé el lubricante y dejé caer una cantidad generosa en mis manos, extendiéndolo por mis dedos, mi palma y parte de mi antebrazo. No necesitaba que viera nada: bastaba con que sintiera el sonido, el olor, el roce húmedo sobre su piel.

Toqué lentamente la figura de su espalda, las curvas de su culo que me marcaron el camino hasta su coño, explorarla, presionar, masajear, extender, abrir espacio. Mis dedos jugaban con la humedad de la entrada, poco a poco la mano fue penetrando. Mis movimientos eran firmes, profundos, controlados… de esos que empujan el cuerpo y la mente a un lugar donde la intensidad se vuelve casi meditativa. Marta soltó un gemido ronco, ese tipo de sonido que no nace del dolor, sino de la entrega absoluta a un estímulo que la sobrepasa.

Ella no veía nada, no sabía cuándo entraba más presión o cuándo la soltaba, cuándo iba lento o cuándo aceleraba. Y esa incertidumbre la estaba llevando a un punto exquisito: vulnerable, abierta, temblando.

Le indiqué a José que se acercara.
Él lo hizo de inmediato, también excitado por el estado en el que estaba Marta.

“Concéntrate en su ritmo” —le dije—. “No adelantes nada. Siente cómo responde”.

José colocó sus manos sobre el coño de Marta, explorando con firmeza la otra zona que estaba sensible y receptiva. Sus dedos se movían con la misma intensidad que los míos, sincronizados sin que hiciera falta hablar. Era como si los tres compartiéramos el mismo pulso.

Marta empezó a arquear la espalda, a tensarse, a retorcerse en la mesa. La mezcla de sensaciones la empujó a un estado casi salvaje: gemidos largos, profundos, de esos que salen desde el centro del cuerpo. Su respiración se volvió irregular, cada vez más rápida, más alta, hasta que llegó un momento en que dejó de pensar, dejó de contenerse… y se rompió en un orgasmo brutal que le sacudió todo el cuerpo, haciéndola temblar desde las piernas hasta los hombros.

¡Eso es guarra disfruta! — Las palabras de José hacían girar la cabeza de Marta hacia su voz mientras se corría una vez más.

El tiempo se nos escapó sin que ninguno se diera cuenta. Marta estaba en ese punto en el que el cuerpo ya no distingue entre descanso y deseo, así que cuando la desaté y cayó suavemente al suelo, no necesitó ni un segundo para volver a entrar en el juego.

José se acercó a ella primero quedando tumbado en el suelo, y Marta reaccionó de inmediato, como si el contacto la despertara aún más. Se acomodó sobre él sin que nadie se lo pidiera, con una entrega casi instintiva. Yo me coloqué detrás de ella, buscando la dirección de su culo.

“Así… muy bien” —le dije, esta vez con un tono duro pero cargado de aprobación—. “Sigue así, perra”.

Ambos trabajamos su cuerpo con la energía acumulada durante toda la noche, golpe tras golpe, caricia tras presión, llevando su mente y su cuerpo exactamente al lugar donde ella misma había pedido llegar.

Cuando sentí que mi límite se acercaba y estaba a punto de correrme, me aparté despacio, respirando hondo para recuperar el control. José también se apartó y necesitó unos segundos para recomponerse. La dejamos unos instantes arrodillada entre nosotros, aún con el pulso desbocado, con la piel encendida.

Nos colocamos frente a ella, muy cerca, lo suficiente para que sintiera nuestra presencia como una orden silenciosa. Marta levantó la cabeza obedientemente, esperando instrucciones.

“Vamos a terminar esto a lo grande” —le dije, con una mezcla de dureza y complicidad—. “Tienes que limpiar bien nuestras pollas si quieres que estén preparadas para la próxima vez”.

Ella abrió la boca con una docilidad casi ceremonial, sin prisa, saboreando cada gota que le llegaba a su boca.

Cuando terminamos, di un paso atrás y bajé la voz a un tono completamente distinto: firme, pero humano.

“Hasta aquí llega la sesión de hoy. Marta… ¿cómo estás?”

Ella levantó la cabeza, aún respirando fuerte.

“Me ha encantado… ha sido intenso, fuerte a veces, pero muy a gusto” —respondió sin dudar.

Miré a José.

“¡Y tú José! ¿qué tal?”

«¡Hay que repetir! ¡Fuerte y es lo que buscábamos joder!»

Estuvimos un buen rato tomando unas cervezas, aún con la adrenalina moviéndose por debajo de la piel. Entre risas, bromas y alguna que otra mirada cómplice, el cansancio fue cayendo de golpe sobre los tres, y cuando quisimos darnos cuenta, eran casi las siete de la mañana.

“Quédate a dormir”me dijo José, medio derrotado por el sueño.

Acepté sin pensarlo. Marta y él se fueron a su habitación, y yo me quedé en la de invitados, aún con la sensación del juego recorriéndome los brazos. Me tumbé sobre la cama y dejé que el cuerpo empezara a relajarse poco a poco, sin prisas.

Estaba justo en ese punto entre la vigilia y el sueño cuando escuché un gemido suave, atenuado por la pared… pero inconfundible. Marta estaba todavía caliente, se notaba que todavía llevaba el fuego de la sesión bajo la piel. Era ese sonido profundo, involuntario, que nace cuando la mente sigue atrapada en la intensidad, aunque el cuerpo ya debería estar descansando.

Me quedé quieto, escuchando solo un instante, sin moverme, dejando que el sonido se deslizara por la habitación como si formara parte del aire. Y no pude evitar sonreír para mí mismo. Aún había tensión, deseo… un resto de energía que ninguno de los tres había terminado de quemar.

Me di la vuelta sobre la cama, mirando hacia la puerta, con la respiración un poco más despierta de lo que debería.

Aquella casa no estaba del todo en silencio.
Y la noche, aunque oficialmente hubiera terminado, parecía todavía muy lejos de apagarse del todo.

Serían alrededor de las doce cuando algo me sacó lentamente del sueño. Una sensación cálida, rítmica, que no encajaba con el silencio de la habitación. Tardé unos segundos en distinguir si estaba soñando o no.
Parpadeé, aún medio dormido.

Cuando abrí los ojos, vi la silueta morena de Marta, su cabeza inclinada entre mis piernas. Mi polla en su boca. Su respiración rozaba mi piel con un ritmo firme, decidido… y no había ninguna duda de que sabía exactamente lo que estaba haciendo conmigo.

No había dicho una palabra, no había tocado la puerta: simplemente había entrado con esa mezcla de descaro y deseo que la caracterizaba. Y la forma en que me miró, desde abajo, cuando notó que me estaba despertando… fue suficiente para que mi cuerpo reaccionara sin necesidad de contacto explícito.

“Buenos días…” —susurró con una voz ronca, cargada de intención, deslizando una mano sobre mi polla mientras mantenía la mirada fija en la mía—. “Aún tenía ganas y quería hacerte un regalo”.

Sus dedos subían y bajaban con calma, marcando un ritmo que era provocación pura, justo lo necesario para despertarme del todo sin cruzar ninguna línea todavía.
Su sonrisa lo decía todo: era ella quien había venido a buscar más juego, sin prisas, sin órdenes, sin papeles rígidos. Solo deseo compartido.

¡Buenos días, que placer despertarse así!” — respondí.

Estuvo bien volver a estar con Marta a solas. No fue como la noche anterior, cargada de intensidad y juego duro; esta vez fue algo más lento, más consciente.
Nos movíamos con calma, como si cada gesto buscara saborear de verdad al otro. Su olor, la forma en que su cuerpo respondía cuando la acariciaba, la manera en que se aferraba a mí cuando el placer la recorría… todo tenía un punto distinto, más íntimo.

Noté perfectamente el momento en que alcanzó su clímax: su cuerpo se tensó, su respiración se aceleró y me sujetó con una fuerza que no dejaba dudas. Ese instante, sintiéndola perder el control conmigo, fue lo que terminó de arrastrarme a mi propio final. Fue cálido, profundo, tan agradable que tuve que quedarme quieto unos segundos para recuperar el aliento.

Después, cada uno volvió a la realidad despacio. Me vestí sin prisa, aún sintiendo en la piel el calor de lo que habíamos compartido.
Marta me acompañó a la puerta y, antes de dejarme marchar, me dio un beso largo, de esos que no necesitan explicaciones. José seguía dormido, ajeno a todo.

Por la noche, el móvil sonó. Era él.

“¿Qué tal?” —dijo con su tono directo—. “Me he despertado y ya no estabas. Oye… ha sido increíble todo. Tenemos que repetir”.

Y lo hicimos. Más veces de las que habíamos imaginado al principio.
Pero esas historias… dan para otro relato.

<<<<<<<  Relato revisado a noviembre de 2025

“Los comentarios están desactivados para evitar SPAM. Si deseas dejarme algún comentario utiliza el formulario de contacto.”

60 Visitas totales
38 Visitantes únicos